Donald Trump ha cruzado el Rubicón. En el contexto de una campaña presidencial, ha recurrido a un gobierno extranjero para atacar a su principal rival político. Aunque parte de la conducta de su adversario sea discutible, pocos dudan de que recurrir a semejante práctica es un exceso que conllevará su ruina política. O, por lo menos, una derrota fulminante en las urnas.
No ocurrió la semana pasada, sino en el verano de 2016. Con el FBI investigando a Hillary Clinton por el uso de un servidor de email privado para recibir correos oficiales, Trump pidió en público ayuda al gobierno ruso para que filtrase la correspondencia de la candidata demócrata. ¿Enésimo ejemplo de incontinencia verbal, intento de sabotear unas elecciones democráticas, o las dos cosas al mismo tiempo? Lo cierto es que la Agencia de Investigación de Internet rusa intervino en las elecciones de 2016. Pero lo hizo de manera chapucera y el fiscal especial Robert Mueller se abstuvo de sentar a Trump en el banquillo de los acusados por una presunta colusión con el gobierno de Vladímir Putin. En marzo, una de las principales acusaciones del Partido Demócrata contra Trump se vino abajo.
Aquella historia emite ecos absurdos que llegan hasta nuestros días. El 24 de septiembre Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, inició el procedimiento de impeachment o destitución de Trump. El motivo es el contenido de una conversación telefónica entre el presidente estadounidense y su homólogo ucraniano, Volodímir Zelensky, que tuvo lugar el 25 de julio y ha sido filtrada por un empleado anónimo de la CIA. En ella, Trump parece insinuar –una de las coartadas del presidente estadounidense es su dificultad para enhebrar más de tres oraciones coherentes seguidas– que las autoridades judiciales ucranianas deben investigar a Joe Biden, ex vicepresidente y actual líder en las encuestas de las primarias demócratas. Previamente, Trump señaló a Zelenksy que hasta cuatrocientos millones de dólares en fondos estadounidenses de ayuda militar a Ucrania dependen de su colaboración. Más que de colusión, parece ser un caso claro de extorsión. Trump también ha pedido a Australia y China que colaboren con su ocurrencia.
La decisión inicial responde a una estrategia de Rudy Giuliani, ex alcalde de Nueva York y actual abogado personal de Trump, aunque también implicaría al actual secretario de Estado, Mike Pompeo, al fiscal general William Barr y al jefe de gabinete Mick Mulvaney. Giuliani pretende buscar información para dañar a los demócratas de cara a las elecciones presidenciales de 2020; además, parece creer que puede trazar los orígenes del escándalo de injerencia electoral a Ucrania en vez de a Rusia. En su punto de mira está Hunter Biden, el hijo descarriado del candidato demócrata. Entre 2014 y 2019, Hunter ocupó un puesto en el consejo directivo de una empresa ucraniana de gas natural, Burisma. Llegó a cobrar sumas de hasta 50.000 dólares mensuales asesorando en cuestiones que, a juzgar por su currículum, le son más bien ajenas. En agosto, una extensa investigación de Politico reveló hasta qué punto la familia Biden –Hunter y su tío James, si bien no el propio Joe, sorprendentemente austero, ni tampoco Beau, el primogénito y veterano de guerra que falleció en 2015– se ha enriquecido al calor de la carrera política del histórico senador por Delaware. Trump especula –sin pruebas– que la presión de Biden al gobierno ucraniano en 2016 para que despidiese al fiscal general Víktor Shokin no respondía a los escándalos de corrupción que se acumulaban alrededor de Shokin, sino al hecho de que investigaba la actividad de Hunter en Burisma.
Que las acciones de Trump suponen un abuso de su autoridad es algo que solo sus defensores más enfervorecidos niegan. Que de tolerarse sentarían un precedente nefasto parece igual de claro. Lo que no resulta tan evidente es por qué este escándalo concreto es el que merece un intento de destituirle. Trump ha empleado la presidencia para lucrarse y promover su negocio familiar, violado normas de financiación de campañas electorales al entregar dinero para silenciar sus aventuras extramatrimoniales, manifestado un juicio errático cuando no inexistente, llevado a cabo políticas descarnadamente crueles e intentado obstruir la acción de la justicia –razón por la que se enfrentaron a un impeachment tanto Richard Nixon como Bill Clinton. La Constitución estadounidense establece que el procedimiento debe llevarse a cabo ante casos de soborno (bribe), traición u “otros crímenes y delitos (misdemeanors)”, categoría en la que pueden encajar varios de los ejemplos anteriores. La propia Pelosi negaba hasta hace poco que fuese a intentar destituir a Trump, pese a la popularidad de esta iniciativa entre las bases demócratas y el ala izquierda del partido.
A juzgar por los sondeos, su decisión resuena con el electorado estadounidense. Un 55% del país (casi nueve de cada diez demócratas) apoya la decisión, según una encuesta realizada recientemente por YouGov. En CNN, la medida cuenta con un 47% de apoyo, seis puntos más que en mayo. Pero nada indica que el impeachment pueda prosperar. Para destituir a Trump hacen falta 67 de los 100 votos del Senado, donde los republicanos cuentan con una mayoría de 53 escaños. La popularidad de Trump entre votantes republicanos es abrumadora –oscila cerca del 90%, un apoyo similar al de Ronald Reagan. La derecha estadounidense lleva casi tres años postrada ante la Casa Blanca y es poco probable que sus élites cambien de criterio a las puertas de unas elecciones presidenciales, por más que los demócratas insistan en apelar a su patriotismo y presentar el impeachment como “una cuestión de seguridad nacional”.
Esta forma de abordar la destitución de Trump, por otra parte, podría resultar contraproducente para el centro-izquierda. Presentar a Trump como un esbirro de Putin no ha servido para entusiasmar a un electorado que valora cuestiones domésticas –el estado de la economía o el acceso a la sanidad, por ejemplo– por encima de las disputas internacionales en que Estados Unidos se imbrica de manera rutinaria. Las encuestas revelan que una pluralidad de votantes considera el comportamiento de la familia Biden en Ucrania poco ejemplar. El presidente, por su parte, ha respondido redoblando sus acusaciones y recurriendo a su victimismo delirante: EEUU se enfrente a “un golpe de Estado” y está al borde de otra guerra civil. Un discurso desquiciado, que sin embargo ha resultado eficaz para movilizar a sus fieles en el pasado.
La trayectoria de Hunter muestra las costuras de unas élites corruptas, indebidamente influenciadas por el dinero. Una forma de entender la política de la que tanto los Biden como los Clinton han sido partícipes. De nada servirá señalar que Trump es aún más corrupto que sus rivales: el discurso anti-político según el cual todos los candidatos son iguales genera un sentimiento de desafección reaccionario, que en el pasado ha beneficiado a Trump. De cara a 2020 la mejor opción de los demócratas tal vez sea, como señala el periodista Matt Yglesias, nominar a un candidato outsider y radical.
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