Los espectadores de House of Cards, el popular drama online de Netflix, acaban de sufrir una temporada aún más inmisericorde que la primera. Intrigas tan sórdidas como crueles, puñaladas en la espalda y un pragmatismo sin escrúpulos se convierten en el santo y seña del congresista Francis “Frank” Underwood y su mujer Claire, interpretados magistralmente por Kevin Spacey y Robin Wright. Al no otorgarle la Casa Blanca el puesto de secretario de Estado que ansía, Frank jura vengarse de la administración. Su ajuste de cuentas genera un reguero de sangre: la pareja de antihéroes no se detiene ante lealtades partidistas, consideraciones éticas o lazos de amistad. Todo vale. Si Frank hace parecer inofensivos a los personajes de Juego de Tronos, Claire es Lady Macbeth. La trama es fascinante, aunque el egoísmo sin contrapeso de los protagonistas termina por convertirlos en personajes planos.
La serie ha generado sentimientos encontrados. Para Leigh Kolb, mujeres como Claire hacen de House of Cards la serie ideal para una audiencia feminista. Will Rahn opina que el cinismo que genera es profundamente reaccionario. Quizás sea Ian Crouch el que ha dado en el blanco, al señalar que el rasgo definitorio de la serie es el desdén. El desdén que siente Frank hacia Washington (entendido como la clase política americana), Washington hacia la ley, los espectadores hacia Washinton, y los propios realizadores hacia los espectadores. Las recurrentes interpelaciones de Frank al público, rompiendo la cuarta pared, hacen de la audiencia un cómplice. El efecto es casi tan desagradable como el que logra Michael Haneke en su brutal Funny Games.
El maltrato de la audiencia no es la única razón por la que la serie sorprende. Resulta inevitable compararla con su predecesora, The West Wing (El ala oeste de la Casa Blanca). Dirigida por Aaron Sorkin, West Wing presentaba una visión idílica de la presidencia americana, en manos de un Josiah Bartlet interpretado por Martin Sheen (e inspirado vagamente en el actor: además de ser premio Nobel de economía, el presidente es un católico progresista). Bartlet cuenta con un equipo ejemplar de profesionales entregados. Lejos de cometer errores garrafales en la guerra contra el Terror, el presidente ha de mostrar mesura cuando, en el segundo episodio y sin ninguna explicación, el gobierno sirio derriba un helicóptero americano a misilazos. En la mayoría de los episodios, el tono de la serie es triunfalista y pelota. La antítesis, como ha observado el propio Spacey, es el cinismo de House of Cards.
El contraste entre ambas series no es casual. West Wing se emitió de 1999 a 2006. A finales de los noventa, con la economía creciendo y la guerra fría en el retrovisor, Estados Unidos pasaba por un momento optimista. Incluso cuando George W. Bush convirtió la hegemonía americana en motivo de alarma para el mundo entero, West Wing hizo las veces de contrapunto, ofreciendo una imagen de lo que la política americana podría ser tan pronto como el inquilino de la Casa Blanca fuese desalojado.
Es la misma esperanza que Barack Obama cultivó durante su campaña. Ante la necesidad de cambiar de rumbo, de dejar de ser el perdonavidas de la arena internacional y liderar la lucha contra el cambio climático (“este es el momento en que el nivel de los océanos dejará de crecer”, aseguró en un momento de grandilocuencia), de reformar un capitalismo de casino desbocado y traer justicia social al país, ¿qué mejor paladín que un hombre con una retórica conmovedora y una visión del mundo tan diferente a la de Bush?
Cinco años después se impone la realidad: Washington ha cambiado a Obama y no al revés. Así lo atestigua la supervivencia de Guantánamo y la frecuencia con que aviones no tripulados masacran a civiles en Oriente Próximo, a menudo empleando datos personales que la Agencia Nacional de Seguridad obtiene no ya de los americanos, sino del mundo entero. Incluso la reforma sanitaria, proyecto estrella del gobierno, no pasa de ser moderada y deficitaria. La confianza de los americanos en sus representantes políticos se ha desplomado: únicamente un 9% de los estadounidenses confía hoy en su Congreso, según una encuesta de Gallup. Sería impensable estrenar, en 2014, una serie tan buenista como lo era West Wing. Corrosiva y descarnada, House of Cards resuena con una audiencia que ha perdido la fe en sus gobernantes.
Sorkin imprimió un rumbo trepidante a West Wing, pero el narcisismo de la serie resultaba cansino. Era el clásico ejercicio de autoalabanza en que la industria del entretenimiento americana se vuelca de forma rutinaria. El cinismo de House of Cards, sin embargo, es un sustituto peligroso. El ansia de poder de los Underwood obedece a su egoísmo desmedido, no a un deseo de emplear su influencia para un fin loable. Esta tensión entre el fin y los medios es la que planteó Arthur Koestler en El cero y el infinito, a través de un personaje que sueña con “el poder para abolir el poder” y acaba siendo triturado por el estalinismo. Lejos de alcanzar la complejidad de N.S. Rubashov, Francis Underwood es simplemente un miserable. Algo va mal cuando un personaje así es admirado.