Hosni Mubarak, exdictador egipcio, ha fallecido. En la primavera árabe y pocos días antes de verse forzado a renunciar el 11 de febrero de 2011 afirmó: “La historia me juzgará”.
De momento el autoritario régimen de Abdelfatah el Sisi ha redimido a Mubarak. La condena a cadena perpetua en 2012 por su implicación en la muerte de cerca de un millar de manifestantes fue anulada en 2013. Por apropiación de fondos públicos, el “faraón” no quedaría en libertad hasta 2017. En diciembre de 2018 todavía tuvo la satisfacción de testificar en contra del islamista Mohamed Mursi, primer presidente elegido democráticamente que, encarcelado, murió mientras se celebraba uno de sus juicios.
Mubarak solo fue juzgado por una parte de los crímenes que se le atribuyeron. Sus críticos denunciaron uso de tortura, corrupción extendida a todos los niveles y falta de libertades básicas bajo su régimen. Una dictadura represora que duró 30 años.
De carácter gris y poco carismático, nadie esperaba que Mubarak fuera a acceder a la presidencia. Comandante de la Fuerza Aérea y segundo de Anwar el-Sadat, asumió el poder cuando este fue asesinado en 1981 por radicales islámicos. Escapó de los disparos sentado a su lado. Si fue popular durante los primeros años se debió a la participación en la guerra de Yom Kipur contra Israel en 1973, no a su actuación política. Mantuvo el estado de emergencia declarado en 1967. Un sistema draconiano que le permitió aumentar su poder suprimiendo las actividades opositoras. Reprimió con violencia la insurgencia islamista en el sur de Egipto. Sin embargo, en política social, Mubarak cedió y permitió predicar un Islam estrictamente conservador en las mezquitas, siempre que no cuestionara el poder del Estado. Procedió también con mano dura contra intelectuales, cristianos coptos y empleados públicos. Al final no toleró ni siquiera a los blogueros.
El corpulento militar sobrevivió por lo menos a seis intentos de asesinato. Empezó a construir su reputación como estadista internacional y logró posicionarse como un aliado de confianza para Occidente que vio en él a un socio fiable y un pilar decisivo para la estabilidad en Oriente Próximo. Mubarak fue leal a la millonaria ayuda castrense norteamericana. Sin embargo, de forma hipócrita Estados Unidos y Europa callaron ante las numerosas violaciones de derechos humanos. Como candidato único fue confirmado en los plebiscitos de 1987, 1993, y 1999.
Con su esposa Suzanne, mitad británica, tuvo dos hijos, Gamal y Alaa y preparó al primero para su sucesión, tratando de crear así una dinastía de gobernantes. Proporcionó a los dos lucrativos negocios, además de elevados cargos en su formación política, el hoy disuelto Partido Nacional Democrático. La mayoría de los diputados que ocupan escaño en el Parlamento son herederos de su régimen.
Egipto: explosión demográfica
Las reformas económicas que impulsó – tardíamente – no solo no disminuyeron la pobreza sino que ampliaron los abismos sociales y la corrupción. La explosión demográfica – de la que no se ocupó – sigue imparable. En 1981 había 43 millones de egipcios, al final de la era Mubarak llegaban a los 84 millones. En la actualidad son 100.
Desde los años 90 el descontento popular aumentó debido al endurecimiento de la represión y la corrupción. Atentados fallidos y ataques terroristas como el de 1997 contra turistas occidentales en Luxor alimentaron la paranoia del déspota. A los cambios exigidos por la población el régimen contestaba, por un lado, con vagas perspectivas y promesas vacías, por otro, el estado de excepción permanente y los abusos en nombre de la lucha contra el terrorismo.
Cuando su aliado EEUU empezó a sumarse a las demandas políticas Mubarak aceptó llevar a cabo algunas reformas democráticas. Hizo concesiones: en 2005 se enfrentó a un oponente (encarcelado más tarde)… y ganó con un cuestionado 88,6% de los votos.
La democracia solo fue un episodio en Egipto donde Mubarak corrompió a generaciones con su mala administración y su autocracia. Las masivas protestas en la plaza Tahrir quedaron en breve sueño de libertad. Sellaron el fin de Mubarak aunque fue en último término el ejército quien sacrificó la cabeza del “faraón”, molesto con el proyecto de este de traspasar el poder a su hijo, que no era militar.
Mubarak ya no está. Pero por ahora el estado corrupto, despótico y opresor que construyó sigue muy vivo. La historia no ha absuelto al dictador.