México revierte tres cuartos de siglo de nacionalismo energético. La petrolera pública PEMEX, fundada en 1938 por el presidente Lázaro Cárdenas y hasta 2009 la mayor empresa latinoamericana, se vio despojada de su monopolio energético el pasado 12 de diciembre. El proceso duró tan solo 72 horas, en un país en el que reformas de semejante envergadura suelen demorar meses.
Para entrar en vigor, la reforma energética requería modificar los artículos 27 y 28 de la Constitución mexicana. Aprobada con los votos del oficialista Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el Partido Acción Nacional (PAN), permite al Estado mexicano realizar contratos con empresas petroleras privadas, además de abrir la totalidad del sector a la competencia. También debilita al Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM), que de ahora en adelante no estará representado en el consejo de administración de PEMEX, en el que ocupaba un tercio de las plazas. Vinculado históricamente al PRI, el sindicato acumulaba escándalos de corrupción que lastraban su imagen.
Las ganancias de la petrolera ascendieron al 11% del PIB mexicano en 2012, pero no está claro si el Estado mexicano dispone de los recursos para que PEMEX realice las inversiones que le permitan competir con rivales como la brasileña Petrobras. En palabras de Jesús Reyes Heroles, director de la compañía entre 2006 y 2009, PEMEX “o se adapta o muere”.
La reforma energética se inscribe dentro del Pacto por México lanzado por el ejecutivo mexicano. Desde su llegada a la presidencia en diciembre de 2012, Enrique Peña-Nieto ha introducido un ambicioso plan de reformas que abarca desde la regulación comercial a la introducción de modificaciones constitucionales, pasando por reformas fiscales, educativas, y del sector de las telecomunicaciones. El objetivo es lograr la modernización de México, que pese a su peso demográfico y económico no logra desplazar a Brasil como principal potencia latinoamericana. Los puntos estrella del Pacto por México se han adoptado de forma consensuada, contando con el apoyo de los otros dos grandes partidos mexicanos: el PAN y el Partido de la Revolución Democrática (PRD).
No ha sido así con la reforma energética. El PRD se ha opuesto a la iniciativa, aunque sus votos no han sido suficientes para lograr que la reforma constitucional fuese aprobada con los dos tercios de la cámara baja necesarios para ello. El debate en torno a la reforma fue tenso, con la izquierda bloqueando con candados los accesos al edificio. Antonio García Conejo, diputado del PRD, se desnudó para metaforizar expolio que generará la reforma. Una diputada del PRD y otra del PRI se enzarzaron en una pelea. Ricardo Monreal, diputado del progresista Movimiento Ciudadano, calificó a los diputados que votaron a favor de “traidores a la patria”. En palabras de Jesús Zambrano, presidente del PRD, “el Pacto está muerto”. Su partido realizará una consulta ciudadana en 2015 para determinar la popularidad de la reforma.
Conviene destacar que la iniciativa no es extremista. Países como Brasil y Noruega compatibilizan la existencia de petroleras públicas con la inversión privada. Lo más probable es que México busque un modelo energético mixto, como el brasileño, y no la privatización total que realizó Carlos Menem en Argentina. El problema, como observa Enrique Krauze, reside en el enorme valor simbólico de una empresa asociada con los logros de la Revolución mexicana, añadido al mal sabor de boca que dejaron las controvertidas privatizaciones realizadas en el país durante la década de los 90.
Si bien la medida no es disparatada, su elevado componente simbólico aconseja un mayor periodo de reflexión y debate del que ha tenido lugar. Las encuestas revelan que una mayoría del país se opone a la reforma, que sin duda constituye el primer punto de serio desgaste para la presidencia de Peña-Nieto.