Helmut Schmidt, canciller de la República Federal de Alemania entre 1974 y 1982, ha muerto a los 96 años. Experto gestor de crisis y en política económica internacional, no gobernó tantos años como Konrad Adenauer o Helmut Kohl, ni ha tenido la humanidad de Willy Brandt o la campechanía de Gerhard Schröder, pero les ha superado a todos en popularidad desde su salida de la cancillería. “Mantener la paz es el principio de toda política exterior, que obliga a muchos compromisos y a un realismo moderado por las exigencias morales”, ha escrito. “Mi patriotismo no es el nacionalismo de ‘Alemania, Alemania por encima de todo’ o ‘mi país, tenga o no razón’. Responde al mandato de la Ley Fundamental Alemana de defender la dignidad de los seres humanos, que no solo protege a los alemanes, sino también a los oponentes y hasta a un eventual enemigo”.
Nacido y educado en Hamburgo, fue teniente de artillería antiaérea en los frentes ruso y occidental durante la Segunda Guerra mundial. Tras un breve internamiento en un campo de prisioneros británico, ingresó en el Partido Socialdemócrata alemán (SPD) y estudió Economía y Política.
Empezó su carrera en la administración de Hamburgo. Miembro del Parlamento Federal desde 1953, regresó al gobierno de Hamburgo como senador de Interior y se ganó la fama de gestor eficaz de crisis que le acompañó el resto de su vida durante las terribles inundaciones de 1962. Schmidt mantuvo la calma, asumió la coordinación de los servicios de salvamento, movilizó a soldados del ejército federal, pidió la ayuda de helicópteros de la OTAN. Se convirtió en el gestor de crisis por antonomasia, el hombre de gobierno responsable, eficaz y elegante.
Fue presidente del grupo parlamentario socialdemócrata y ministro de Defensa y de Hacienda en la coalición socialdemócrata-liberal de Brandt, en los que posiblemente fueron los mejores años de la República Federal de Alemania y del SPD. Sobre su relación con Brandt se ha escrito mucho. Eran caracteres opuestos. Brandt tuvo calidez humana y carisma; Schmidt fue respetado, pero no querido hasta después de su mandato. Es famosa su ironía en una campaña de Brandt: “El que tiene visiones, debería ir al médico”.
Schmidt sucedió a Brandt en 1974. Fue una época de problemas crecientes, de crisis polmicas. Ha seguido analizando la realidad internacional con racionalidad y serenidad analítica y económica. La crisis del petróleo triplicó el paro, pero Schmidt no quiso recortar gastos y acudió a la deuda, consciente de la íntima necesidad de seguridad de los alemanes y de la necesidad de mantener el Estado social.
Serio, claro, elegante, en la primera fila de la política internacional, impulsó la unidad europea y la relación especial con Francia: su amistad personal y política con Valéry Giscard d’Estaing facilitó el establecimiento del sistema monetario europeo. Colaboró también con François Miterrand y explicó que tener a Jacques Delors como presidente de la Comisión Europea era “una gran suerte para Europa”.
Su peor momento fue el del secuestro de un avión de Lufthansa y del dirigente de la patronal Hans-Martin Schleyer. Cuando comandos especiales alemanes liberaron a los pasajeros del avión en el aeropuerto de Mogadiscio, Schmidt fue saludado como un héroe. Pero al día siguiente apareció en el maletero de un coche el cuerpo de Schleyer, asesinado. Schmidt no había querido ceder a las exigencias de la Fracción del Ejército Rojo –“al Estado no se le chantajea”– pero se sintió “revestido de culpa”.
Schmidt ganó las elecciones de 1980 al conservador y mercurial socialcristiano bávaro Franz-Joseph Strauss, de quien dijo: “Este hombre no tiene autocontrol y no debe serle encomendado el control sobre nuestro Estado”.
Pero no pudo concluir su mandato, complicado por los efectos de la recesión, la retirada de los liberales de la coalición, la oposición del sector más a la izquierda de una parte del SPD, los cambios profundos que impulsaron las grandes manifestaciones pacifistas, antinucleares y antiamericanas y que fueron el origen de Los Verdes y de la reconfiguración de la izquierda alemana. Schmidt había tenido poca simpatía hacia las protestas de finales de los años sesenta y el radicalismo romántico de los estudiantes –“la sociedad multicultural es una ilusión de intelectuales”–. También los sesentayochistas tuvieron poca simpatía hacia él. En los primeros años ochenta, con la economía en recesión, la instalación de los misiles de medio alcance y partidario de la energía nuclear –“por supuesto que la energía nuclear tiene riesgos; pero no hay ninguna energía y nada en la vida que no tenga riesgos, ni siquiera el amor”– su momento político había pasado.
Su popularidad creció desde que dejó el poder, a finales de 1982, y empezó una larga y fructífera actividad como editor de la revista Die Zeit y analista político. Publicó casi 30 libros y cientos de artículos en Die Zeit, más atento a la política internacional –estratégica, económica, europea, de defensa; los desarrollos en China, Japón, Rusia, Oriente Próximo; la globalización y sus consecuencias– que a las pequeñas tragedias y los rencores de la interior. “Para mí solo hay dos estimulantes: el trabajo y los cigarrillos”. La sociedad alemana le reconoció como estadista y como analista claro y lúcido, como una encarnación de las virtudes alemanas. Su respuesta a la pregunta sobre “qué es lo típico alemán” es característica: “nada”. Sus entrevistas breves con el director de Die Zeit –“un cigarrillo con Helmut Schmidt”– muestran un hombre socarrón, inteligente, humano: “Las memorias son una inducción a retratar la propia nariz más bonita que en la realidad”.
En su libro de memorias Fuera de servicio explica que no tomaría las virtudes esenciales para un Estado democrático de sus maestros filosóficos o políticos –Karl Popper, Max Weber, Kant, Marco Aurelio o Confucio–, sino de las “virtudes burguesas” del sentido de la responsabilidad, la racionalidad y la serenidad. “No podemos esperar milagros de nuestra democracia, siempre tendrá debilidades e insuficiencias. Pero los alemanes tenemos que mantenernos firmemente comprometidos con la democracia y con el Estado social, renovarlos constantemente, enfrentarnos valientemente a sus adversarios. Solo así nos ganaremos ese bonito lema [de la República Federal] que proclama ‘la unidad, el Derecho y la libertad’”.
Ha sido famoso por su franqueza –“la bocaza de Schmidt” le granjeó respeto, pero pocas simpatías durante su tiempo en el poder–, su sentido de la responsabilidad y su implacable realismo: “El paso de caracol es la velocidad normal de toda democracia”.
Escéptico hacia sus compañeros en sus dos oficios sucesivos, dijo de ellos que “los políticos y los periodistas son dos categorías humanas hacia los que es aconsejable la máxima prevención. Porque las dos se extienden desde un extremo cercano a la calidad del estadista hasta uno cercano a la del delincuente. Y la media resulta… la media”. Siempre un miembro leal y activo del SPD, dijo de la gran coalición democristiana-socialdemócrata en 2005 que “el personal político disponible no es especialmente adecuado para gobernar en conjunto, porque ninguna de las dos partes tiene claro lo que quiere”. Schmidt ha sido un pianista competente: hay grabaciones suyas de conciertos de Mozart y de Bach.
Ha seguido analizando hasta este verano la realidad económica, la globalización, la crisis griega, sobre la que ha alabado la “prudente dirección” de Angela Merkel, pero demandado un plan europeo de ayuda para el crecimiento dotado con decenas de miles de millones y una quita de la deuda griega.
Ha sobrevivido cinco años a su mujer Loki, a la que conoció en el colegio, en Hamburgo –hay una foto de los dos juntos a los 10 años– y con la que estuvo casado durante 68. Ha muerto con entereza, sin miedo a “cambiar de dirección”. Una frase suya le caracteriza: “No debería haber mayor entusiasmo que el de la sobria pasión por la razón práctica”.