El 1 de enero de 1804, después de redactar una Constitución que abolió la esclavitud y de derrotar a sucesivas invasiones británicas, francesas y españolas, los victoriosos líderes de la insurrección de la colonia de Saint-Domingue, que suponía la mitad de la producción mundial de azúcar y la tercera parte del comercio exterior de Francia, declararon la independencia de la primera república negra del mundo. La llamaron Haití, “tierra de montañas” en lengua taína. En una época en la que la mayor parte del mundo estaba gobernada por soberanos absolutos, para la nueva nación fue más difícil lograr el reconocimiento internacional que derrotar a las tropas napoleónicas. Estados Unidos envió a su primer embajador a Port-au-Prince en 1862, 58 años después.
Por entonces, la sola existencia de Haití suponía una amenaza para los Estados del sur de EEUU, donde la esclavitud definía sus economías, cultura y organización, al igual que sucedía en Barbados, Jamaica, Martinica y la propia Saint-Domingue. En 1785, los 700.000 esclavos de la mayor colonia francesa en el Caribe suponían el 85% de su población.
Y pese a la importancia del papel de los llamados “jacobinos negros” –Louverture, Dessalines…– en las revoluciones atlánticas, Eric Hobsbawm apenas los menciona en su The Age of Revolution, 1789-1843 (1996). Las consecuencias de la insurrección se dejaron sentir en ambas orillas del Atlántico. Durante la guerra, murieron en la isla 60.000 soldados británicos. Los franceses perdieron más hombres en Saint-Domingue que en la batalla de Waterloo. La derrota forzó a Napoleón a vender Luisiana a EEUU, que pudo así colonizar el valle del Mississippi y convertirse en una potencia continental.
En 1825, París forzó a Haití a compensarla con préstamos de bancos franceses, que el país tardó un siglo en pagar. En 2010, por primera vez un presidente francés, Nicolas Sarkozy, visitó la antigua colonia, en la que se habla la lengua de la antigua metrópoli y el creole, que mezcla el francés con palabras y gramáticas yorubas, hausas y de otros idiomas africanos.
Descenso a los infiernos
El asesinato del presidente haitiano, Jovenel Moïse, por una treintena de mercenarios ha puesto en evidencia que el ostracismo de la nación caribeña no ha terminado. La conmoción internacional causada por el magnicidio no tardará en desvanecerse. Una semana antes, el 29 de junio, fueron asesinados en la capital la activista opositora Antoinette Duclaire y el periodista Diego Charles –en el mes de junio, el país registró más de 150 asesinatos–, sin que la CÑN o The Miami Herald, los medios que mejor cubren la isla, destacaran la noticia.
Cuando parecía que las cosas no podían empeorar, ahora Haití se ve sin presidente, Parlamento ni Corte Suprema. Moïse ganó las elecciones en 2017 con apenas 600.000 votos y una participación del 18%. En abril, tras el secuestro de siete de sus sacerdotes, la Conferencia Episcopal advirtió que el país estaba “descendiendo a los infiernos”. La muerte de Moïse, acribillado en su propia casa y probablemente traicionado por sus escoltas, es un hito más en ese descenso.
La vecina República Dominicana cerró sus pasos fronterizos de inmediato. Muchos analistas ven en el modus operandi del comando asesino un “golpe interno” del establishment haitiano contra un presidente impopular. La fiscalía ha llamado a declarar a Dimitri Vorbe, dueño del monopolio eléctrico que el gobierno había comenzado a romper. Desde 2018, Moïse gobernaba por decreto, había disuelto el Parlamento y programado para el 26 de septiembre unas elecciones que se iban a celebrar al mismo tiempo que un referéndum constitucional.
«Entre el 30-60% del territorio de Haití está bajo el control de bandas criminales que se benefician del papel cada vez más importante que juega el país como eslabón de las rutas del narcotráfico que atraviesan el Caribe»
Moïse no se podía presentar, pero sí sus aliados, el expresidente Michel Martelly y el ex primer ministro Laurent Lamothe, acusados como él mismo de malversar los fondos del programa venezolano Petrocaribe. La Corte de Cuentas entregó al Senado un informe que muestra transferencias entre 2008 y 2016 por valor de unos 3.800 millones de dólares llegados de Venezuela a 14 funcionarios.
Según diversas estimaciones, entre el 30-60% del territorio está bajo el control de bandas criminales que se benefician del papel cada vez más importante que juega Haití como eslabón de las rutas del narcotráfico que atraviesan el Caribe. La Comisión Nacional de Desarme ha registrado al menos 77 grupos delictivos armados.
El problema es que cuando la política se convierte en un deporte de riesgo extremo, nadie quiere participar. Es demasiado peligroso. Así, quienes terminan entrando en política lo hacen por razones turbias o inconfesables. En África subsahariana, entre 1960 y 2010 más de cuatro de cada 10 presidentes dejaron el poder en ataúdes, esposados o para exiliarse. Haití ha tenido 20 gobiernos en los últimos 35 años. De los 22 presidentes que tuvo entre 1843 y 1915, 21 fueron asesinados o derrocados.
Círculos viciosos
Con el respaldo de Washington, Moïse se había vuelto cada vez más autocrático. Según la Red de Defensa de los Derechos Humanos, durante su mandato ocurrieron 13 masacres de siete personas o más. Las ayudas internacionales no parecen haber servido de mucho. Más bien al contrario. Desde el terremoto de 2010, que se cobró 300.000 vidas, hasta enero de 2020, la Agenda de EEUU para el Desarrollo gastó 2.300 millones de dólares en la reconstrucción del país. Según el Center for Economic and Policy Research, solo el 3% de ese dinero fue a organizaciones haitianas. El resto terminó en manos de contratistas de los alrededores de Washington DC.
El primer ministro interino, Claude Joseph, ha asegurado el calendario electoral se mantendrá. Pero las elecciones parecen interesar más a las embajadas y a la ONU que a los propios haitianos, que hasta ahora no han recibido vacuna alguna. El Senado es el único órgano del país que cuenta con cargos electos, pero desde enero de 2020 no puede tomar decisiones por falta de quórum.
«Las elecciones parecen interesar más a las embajadas y a la ONU que a los propios haitianos, que hasta ahora no han recibido vacuna alguna»
A la inmensa pobreza del país (800 dólares anuales per cápita) se suman las desigualdades. Mientras que el 70% vive con menos de dos dólares diarios, el 5% más rico acumula el 40% de la riqueza. En las listas de Transparencia Internacional, Haití figura en el puesto 170 de 180 países.
Casi todo lo que consume el país llega en barco o por carretera desde República Dominicana, una ruta peligrosa que requiere de vehículos escoltas que encarecen los precios del transporte y de las mercancías. En 2020, las remesas de la diáspora haitiana sumaron 3.800 millones de dólares, el 28% del PIB, según el Banco Mundial. El 70% de ese dinero provino de EEUU.
La república de las ONG
Haití nunca se recuperó del terremoto de 2010 y, sobre todo, de sus consecuencias. Desde entonces, ha recibido unos 13.000 millones de dólares en ayudas, que hoy cubren el 75% del presupuesto del gobierno. El país se convirtió en la “república de las ONG”, pero sin que cambiaran mucho las cosas.
Joseph ha pedido a EEUU y a la ONU nuevos despliegues de cascos azules para proteger puertos, aeropuertos y otros puntos estratégicos y “poner orden”. Pero Joe Biden ha descartado una intervención militar o un nuevo protectorado internacional. Y le acompañan razones tanto morales como prácticas. La pasividad en nombre de la neutralidad y el legalismo puede ser en sí misma una forma de intervención. El problema es que los antecedentes no son nada alentadores. La ocupación de Haití que Woodrow Wilson ordenó en 1915 después del asesinato del presidente Vilbrun Guillaume Sam se prolongó hasta 1934.
«Si EEUU tiene un interés nacional directo en Haití, este es evitar un éxodo masivo de inmigrantes indocumentados como el que siguió al derrocamiento en 1991 de Aristide»
En la ONU se necesita una resolución del Consejo de Seguridad para enviar un nuevo contingente de cascos azules, algo muy improbable tras los escándalos de violaciones, abusos en los que terminó implicada la anterior misión (2004-2017). La epidemia del cólera cuyo origen se atribuyó al contingente nepalés mató a 10.000 haitianos y enfermó a otros 800.000. Las paredes apedreadas de su antigua sede dan testimonio del odio de los haitianos a la MINUSTAH. En sus recientes memorias, el entonces secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, reconoce que la epidemia destruyó su reputación en Haití.
Biden no usa el lema de “America First”, pero tiene la misma aversión que Donald Trump a las guerras perpetuas. Si EEUU tiene un interés nacional directo en Haití, este es evitar un éxodo masivo de inmigrantes indocumentados como el que siguió al derrocamiento en 1991 del presidente Jean-Bertrand Aristide y que movió a Bill Clinton a enviar 20.000 soldados para restaurarlo en el poder. George W. Bush y Barack Obama volvieron a enviar tropas, aunque en menor escala, con resultados igualmente infructuosos. Así, no resulta extraño que sus instintos políticos aconsejen a Biden implicarse lo menos posible en Haití.
Pero hay un terreno donde la ayuda internacional sí puede marcar la diferencia: las políticas medioambientales. Actualmente, el 28% de la superficie de República Dominicana está cubierta de bosques porque sus 74 reservas y parques naturales abarcan el 32% de su territorio y casi todos sus ecosistemas. En Haití solo el 1% del territorio está forestado, lo que provoca la erosión del suelo, la pérdida de su fertilidad y agudiza las sequías. Con solo un tercio de la superficie de la isla, el país alberga a dos tercios de su población, la mayoría dedicados a la agricultura de subsistencia.