Haciendo una búsqueda en Google sobre Moldavia encontramos noticias que siempre van en la misma dirección: pobreza y crisis las palabras que más aparecen a su lado. “Entre Rusia y la Unión Europea” es otra de las entradas más numerosas. El conflicto congelado de Transnistria es siempre un must.
Pues bien, en la crisis político-institucional acaecida a principios de junio encontramos todos y cada uno de estos ingredientes –eso sí, en su justa medida. Es imprescindible realizar una aproximación a los acontecimientos que provocaron el terremoto político y con él un cambio en el gobierno de esta pequeña república.
Las elecciones parlamentarias de febrero no otorgaron ninguna mayoría clara en la cámara de diputados. Comenzaron entonces las negociaciones entre grupos políticos, como en tantos otros regímenes parlamentarios. Es el artículo 85 de la Constitución moldava el que entiende sobre la disolución del parlamento, siendo uno de los supuestos el de la imposibilidad de formar gobierno por no obtener la mayoría en la cámara durante un periodo de tres meses (art. 85.1).
Las negociaciones entre los grupos habían llegado a un punto muerto cuando, de manera sorprendente, el Partido de los Socialistas de Igor Dodon, pro-ruso por excelencia, consiguió llegar a un acuerdo con la plataforma pro-EU ACUM (Ahora) dirigida por Maia Sandu (Acción y Solidaridad) y Andrei Nastase (Dignidad y Verdad). Esta alianza contaba con 61 de los 101 escaños del parlamento y tenía como principal objetivo expulsar del poder a Vladimir Plahotniuc, del Partido Demócrata, principal representante del régimen oligárquico de Moldavia. Inmediatamente fueron nombradas Zinaida Greceanii, ex primera ministra comunista y ahora socialista, como presidenta del parlamento, y Sandu como primera ministra. La primera resolución del nuevo gobierno fue la de definir a Moldavia como “Estado capturado” y la necesidad de lanzar un programa de “desoligarquización” del país. Todo esto sucedía el 8 de junio.
Un día después, el Tribunal Constitucional moldavo dictaminaba que el último día para la formación del nuevo gobierno era el 7 de junio, día en el que se cumplían los “90 días” que estipulaba la constitución tras la celebración de elecciones en su artículo 85.1. Es decir, interpretó que los “tres meses” mencionados en la constitución se correspondían con “90 días”. Sin embargo, otra interpretación del artículo constitucional daba de margen hasta el día 9 de junio.
A la velocidad del rayo se nombró un ministro de Exteriores que fuera capaz de recibir de manera rápida el apoyo de los actores internacionales relevantes. Esa persona fue Nicu Popescu, conocido por liderar el Programa Wider Europe, del think tank ECFR, y al que el nombramiento pilló en el Eurotúnel. Ante la disputa de legitimidades era imprescindible conseguir el apoyo internacional, y Popescu lo obtuvo en un tiempo exprés. De este modo, Plahotniuc y el Partido Demócrata se vieron obligados a abandonar el poder el 14 de junio.
A partir de ese momento el nuevo gobierno tenía que ponerse en marcha, tarea harto difícil por cuanto las fuerzas políticas que lo conforman no pueden ser más opuestas en sus aspiraciones geopolíticas. Ningún analista de dentro o fuera del país consideró nunca la posibilidad de que se formara un gobierno entre socialistas y la plataforma ACUM. Más bien se apostaba por un gobierno en coalición entre Dodon y los demócratas o una nueva convocatoria electoral. Así que ambas fuerzas políticas tendrán que trabajar muy duro para establecer objetivos comunes donde poder trabajar de manera conjunta.
No va a ser esta tarea sencilla a la luz del legado del gobierno anterior. Moldavia cuenta con unas instituciones estatales burocratizadas y vaciadas, un sector de la justicia corrupto y controlado por el ejecutivo, inestabilidad financiera y el absoluto control de los medios de comunicación por parte del primer ministro saliente. Pero donde va a ser especialmente complicado el entendimiento es el ámbito de la política exterior, dadas las enormes discrepancias entre ambas partes: una quiere formar parte de la Unión Euroasiática, la otra quiere continuar la ruta trazada en 2014 tras la firma del Acuerdo de Asociación con la UE.
El caso de Moldavia es un gran ejemplo de las consecuencias que puede tener para el proceso de institucionalización y democratización de un país la promoción de las llamadas “estabilocracias” por parte de la UE. La permisividad con la que se ha aplicado la condicionalidad ha permitido a los intereses oligárquicos apropiarse del país. A cambio, la Unión garantizaba una estabilidad en su frontera que no comprometiera la seguridad europea, dejando a un país sumido en la bancarrota y con un sistema judicial corrupto y controlado por intereses económicos y políticos. Quizás sea el momento para que, no sólo desde Moldavia, sino también desde Bruselas se hiciera una reflexión sobre qué Europa queremos y hacia dónde se quiere construir.
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