“Mientras la guerra sea considerada como algo malo, conservará su fascinación.
Cuando sea tenida por vulgar, cesará su popularidad”.
Oscar Wilde, De Profundis (1897).
En 2019, el gasto militar global rondó los 1,9 billones de dólares, la cifra más alta en tres décadas, según el Stockholm International Peace Research Institute. Solo el gasto de Estados Unidos fue de 738.000 millones de dólares, una cifra que va a ser muy difícil de sostener ante el brusco cambio de prioridades estratégicas, geopolíticas y económicas que ha impuesto la pandemia.
La seguridad nacional no depende solo de policías, militares y armamento; tampoco todas las amenazas que se ciernen sobre ella son tangibles. El coronavirus ha revivido las fronteras, que ahora apenas se entreabren mientras aumenta la vigilancia y el control social. Hoy, el mayor peligro para la estabilidad internacional no es un ejército, sino un depredador microbiano que ya se ha cobrado unas 350.000 vidas, lo que plantea una pregunta incómoda a los poderes políticos: ¿de qué sirve un sistema de defensa frente a un enemigo contra el que no valen tropas, cazas ni arsenales nucleares, sino personal sanitario, equipos de protección y capacidad industrial farmacéutica y biotecnológica?
Según el general Nick Carter, jefe del Estado Mayor de la Defensa británico, las fuerzas armadas deben asumir con humildad su papel de apoyo a quienes sí están en primera línea de combate: ambulancias, médicos, servicios logísticos… En EEUU, la Marina ha enviado a Nueva York dos buques hospital y el Cuerpo de Ingenieros del Ejército está levantando campamentos y construyendo centros de salud. Es lógico. Pese a que tiene el mayor gasto per cápita mundial en sanidad, con unos 100.000 muertos y 1,6 millones de casos positivos con solo el 5% de la población mundial, el país tiene el 33% de los casos positivos del mundo.
Mientras que la tasa de mortalidad global es de 3,4 por cada 100.000 habitantes, en EEUU esta sube a 29,7. En 1944, las fábricas de Detroit, San Diego o Houston llegaron a producir ocho cazas y bombarderos por hora. Ahora se ha tenido que importar ventiladores, mascarillas y hasta hisopos nasales de algodón.
Cañones o respiradores
Gran parte de la campaña electoral en EEUU va a girar en torno a las precariedades del sistema sanitario y si son o no compatibles con un gasto militar exorbitante, un debate que tendrá reverberaciones planetarias. El presupuesto de 2021 que ha presentado Donald Trump al Congreso aumenta en 7.000 millones de dólares los fondos del arsenal nuclear, mientras reduce en 1.200 millones los fondos de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades.
Cuando en 2019 el entonces secretario de Defensa, James Mattis, intentó retirar del servicio activo un portaviones, el Congreso lo impidió. No es extraño. Sirva como ejemplo la fabricación del caza F-35: sus componentes –cuyo coste es 45 mayor que el de un dron XQ-58A– se fabrican en los 50 estados, bajo contratos del Pentágono. Ahora a estos perennes y crecientes gastos en defensa hay que sumar los estímulos fiscales para reactivar la economía, lo que va a llevar la ratio de la deuda en relación al PIB a niveles que no se alcanzaban desde los años cuarenta. El gobierno federal ha transferido 1.200 dólares a cada ciudadano, paralizado los desahucios por impago de alquileres y rescatado empresas, todo en nombre de la “economía de guerra”.
En 1943, el gobierno federal impuso una tasa impositiva del 95% por cada dólar que ingresaban las empresas por encima del 8% de sus rentas de capital. Durante la guerra de Corea (1950-53), la Defense Production Act de 1950 permitió al ejecutivo ordenar a General Motors y Ford fabricar aviones de combate. Los congresistas demócratas creen que ese modelo podría ahora utilizarse para dar subsidios, exenciones y contratos públicos a compañías que fabriquen ventiladores, test de diagnósticos y vacunas. La alternativa, sostienen, es unas tasas de contagio en ascenso, desempleo, recorte de libertades públicas, desabastecimiento y deflación.
Las posguerras de 1918-1921 y 1945-1948 fortalecieron a sindicatos y partidos laboristas. Algo que es probable vuelva a suceder en la pos-pandemia. Beatrice Heuser, experta en asuntos militares de la Universidad de Glasgow, cree además que la crisis va a reforzar el aislacionismo en EEUU y Reino Unido y reducir el gasto militar para dirigir esos fondos a la salud pública. En Foreign Policy, Stephen Walt, profesor de relaciones internacionales de Harvard, anticipa que pronto la parte del león de la seguridad europea va a quedar en manos de los propios europeos.
Las guerras de verdad, por lo demás, propagan las epidemias entre las tropas y la población civil que se ve atrapada en zonas en guerra. El brote de influenza virus A y subtipo H1N1 surgió, según indicios, en la base militar de Fort Riley (Kansas) en marzo del 1918 y se diseminó por Europa tras la llegada de las tropas estadounidenses a Francia.
El propio Woodrow Wilson contrajo el virus en 1919 durante la conferencia de paz de Versalles, lo que le debilitó físicamente y le produjo –según escribe John Barry en The great influenza (2005)– una cierta “desorientación” en un momento crucial de las negociaciones con Clemenceau y Lloyd George sobre el precio –en territorios y reparaciones– que tendría que pagar Alemania en la posguerra.
La sabiduría de Sun Tzu
Pese a todo ello, el coronavirus ha provocado ruido de sables en Washington y Pekín. El secretario de Estado, Mike Pompeo, ha acusado a China estar “infectando al mundo” desde hace tiempo. Según Reuters, el 4 de mayo el ministerio de Seguridad del Estado advirtió a los líderes del Partido Comunista de China (PCCh) que la animosidad contra China ha aumentado el riesgo de una guerra con EEUU.
A Trump le viene bien el chivo expiatorio que le ofrece el “virus chino”. Las encuestas muestran que la imagen negativa de China entre los votantes ha aumentado más de 20 puntos desde su victoria electoral en 2016. El problema es que una guerra es juego azaroso que Trump no parece dispuesto a jugar en medio de una pandemia que ha disparado el desempleo a niveles desconocidos desde la Gran Depresión.
Si Vladímir Putin quisiese hacerse con Ucrania o Xi Jinping con Taiwán, tendrían que enfrentarse a dilemas similares. En el Arte de la guerra (siglo V a.C.), Sun Tzu, que justificaba todo tipo de engaños y maniobras de distracción, señaló que el propio derramamiento de sangre es fruto de errores de cálculo evitables.
La última vez que China estuvo en guerra fue en 1979, en Vietnam. Desde la muerte de Mao, Pekín no ha vuelto a financiar movimientos insurgentes en el exterior. Ninguna otra gran potencia puede decir lo mismo. China es hoy, además, el segundo mayor contribuyente a las Naciones Unidas y a sus misiones de cascos azules, en los que tiene desplegados más efectivos que todos los demás miembros permanentes del Consejo de Seguridad juntos.
Según SpaceKnow, las actuales imágenes de satélite muestran una iluminación nocturna tan débil que solo se explica por una caída de la producción industrial del orden del 50%. En el primer trimestre, según cifras oficiales, la economía se contrajo un 6,8%, la primera vez que algo así sucede desde 1976, en plena Revolución Cultural, poniendo fin a un crecimiento que desde 1989 había promediado el 9% anual.
Conciencia planetaria
En The Wall Street Journal, Robert Kaplan se muestra escéptico ante la posibilidad de que la pandemia vaya a generar un clima prebélico. El hecho de que la humanidad entera experimente de manera simultánea el mismo trauma, cree, hará emerger una “conciencia planetaria” para afrontar amenazas que, como el cambio climático, no tienen soluciones militares.
Los contagios masivos en las tripulaciones de los portaviones USS Theodore Roosevelt y el francés Charles de Gaulle revelan otro flanco vulnerable. Debido al peligro de contagio, el Pentágono ha reducido los reclutamientos, postergado sine die los ejercicios militares Defender 2020 con aliados europeos, paralizado la rotación de tropas e impuesto el distanciamiento físico y uso de mascarillas en bases militares.
La cancelación por Rusia del apoteósico desfile militar que Putin iba a poner en escena el 9 de mayo para conmemorar el 75 aniversario de la victoria aliada, por temor a que se convirtiera en un foco infeccioso, es una metáfora de los tiempos que corren.
El centro Excel de Londres, habitualmente utilizado para ferias internacionales de armamento, este año fue reformado para albergar un hospital de campaña. La propuesta del secretario general de la ONU, António Guterres, de un cese del fuego global para facilitar la llegada de ayuda humanitaria a zonas en conflicto ya ha comenzado a rendir frutos, atenuando las acciones armadas en Siria y Yemen, donde el príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman, tiene ahora una excusa para poner fin a su desastrosa aventura militar.
¿‘Pax Epidemica’?
Otro factor crucial es psicológico. Según escribió Geoffrey Parker en The causes of war (1988), todas las guerras comparten un rasgo común, al menos al principio: el optimismo. Ortega y Gasset también señaló que no es el hambre, sino la abundancia y el exceso de energías lo que suscita las guerras. Sin una plena confianza en sus posibilidades de victoria y de que sus guerras serían cortas y baratas, ni Sadam Husein hubiese atacado a Irán en 1980 ni George W. Bush invadido Irak en 2003.
En Foreing Affairs, Barry Posen, profesor del MIT, observa que el pesimismo, en cambio, contribuye a mantener la paz al inclinar a las partes hacia posturas negociadoras.
La pandemia, por otra parte, está debilitando por igual a las grandes potencias, lo que da a razones a los pesimistas de todos los bandos. Aunque no descarta la intervención de otro poderoso factor en cualquier guerra –la estupidez humana–, Walt apuesta a que mientras duren la pandemia y sus secuelas, las probabilidades de una guerra van a ser más bien bajas, uno de los pocos “rayos de luz” que percibe en estos tiempos aciagos.
La búsqueda de un difícil equilibrio estratégico, la contención de hipotéticos ánimos expansionistas y o belicistas, y la defensa de los propios intereses, ha justificado el incremento del gasto mundial en defensa, y también ha elevado la inseguridad a niveles no vistos desde la II guerra mundial. Ahora vemos que las amenazas más incipientes no provienen de ningún otro estado o nación, si no, de nuestro propio modelo de desarrollo. De nada sirve el ingente gasto en defensa frente a un enemigo tan pequeño y capaz, y de nada servirá frente a la descomunal amenaza que supone el cambio climático. Puede que esta crisis sea una oportunidad para la paz, ahora existe un enemigo común a todas las naciones, y se revela como lo más sensato orientar nuestros esfuerzos y el gasto público hacia aquello que representa un riesgo real e inmediato para los intereses globales. Lo más inteligente sería que el sentido común y no el temor a nuestros vecinos, orientara nuestros pasos presentes y futuros.