Después de un año de incertidumbres, la repetición electoral en Bolivia disipa dudas y arroja una fotografía nítida de la correlación de fuerzas en el país. Un resultado que envejece las acusaciones de fraudes y golpes de 2019 y que, al mismo tiempo, deja un escenario distinto al de entonces, con una contundente victoria en las urnas del Movimiento al Socialismo (MAS).
¿Qué ha sucedido en este ínterin? Si se mide por los resultados, la realidad es que no se reflejan grandes cambios: el MAS sigue siendo el partido más votado, con pretensiones hegemónicas; la oposición nacional “moderada” continúa con su limitada capacidad de arrastre, centrada en apelar al voto útil anti-masista; y pervive el fenómeno singular de la derecha cruceña, como parte de la habitual geografía electoral del país y la división entre el oriente y el occidente boliviano.
Sin embargo, si se analiza en términos sustantivos, comienzan a vislumbrarse diferencias notables entre uno y otro octubre. La primera y más significativa, la de la irrupción de un MAS pos-Morales. Si una paradoja tuvo este periodo es que fueron circunstancias externas las que forzaron al movimiento a un proceso interno de transición que, de otra manera, hubiera conllevado múltiples resistencias. La salida de facto de Evo Morales del país facilitó el inesperado relevo de liderazgo y permitió al MAS aparecer como una fuerza capaz de tener vida propia, más allá de quien fue su figura central durante década y media.
No sin dificultades y con interferencias del propio Morales desde Argentina, la elección de los candidatos a presidente y vicepresidente por parte del MAS supuso a posteriori una dupla capaz no solo de competir con garantías, sino de superar el rédito electoral del propio Morales. La clave del éxito se debió, en buena medida, a que con la designación de Luis Arce y David Choquehuanca se recuperaba la mejor herencia de los 15 años de transformación en el país: el “milagro” económico y el reconocimiento identitario de la mayoría social indígena.
Arce personifica como ningún otro miembro de los gobiernos de Morales el modelo de desarrollo que permitió a Bolivia crecer de forma ininterrumpida durante dos lustros, sacar de la pobreza a miles de ciudadanos y lograr que una sociedad marcadamente desigual pudiese activar mecanismos de movilidad social ascendente. Por su parte, Choquehuanca es el dirigente más respetado por los movimientos indígenas, al que consideran su representante natural, incluso por encima de Morales. En ese sentido, el apoyo público otorgado por el histórico líder indígena Felipe Quispe a la candidatura del MAS días antes de las elecciones fue sintomático, sobre todo, si se tiene en cuenta su oposición a Morales durante los últimos años.
El tono apaciguador de ambos políticos durante la campaña supuso también un plus nada desdeñable. Alejarse de Morales y de lo sucedido un año antes era clave para su supervivencia política, y quizá para la del propio MAS. Para vencer, había que irse más atrás, probablemente hasta antes de aquel infructuoso referéndum de 2016 con el que Morales buscó modificar la Constitución y tener vía libre para la reelección indefinida. Periodo previo que, a ojos de muchos bolivianos, comenzó a ser visto con nostalgia.
Una añoranza que marca otra de las diferencias capitales entre octubre de 2019 y 2020, y que se explica por la acelerada sucesión de acontecimientos del último año. Durante este tiempo, la presidencia interina de Jeanine Áñez avivó un recuerdo que se había ido difuminando entre una y otra polémica del periodo final de Morales. El protagonismo que durante el mandato de Áñez adquirieron las Fuerzas Armadas y la religión, junto al discurso vengativo hacia lo indígena y su simbología, se unió a la inesperada crisis desatada por el coronavirus, lo que destapó un gobierno no solo reaccionario, sino también incapaz de gestionar la salud pública.
Esa situación colmó la paciencia de muchos bolivianos que habían sido críticos con el último Morales y que, un año antes, si no dieron su apoyo a Áñez, al menos miraron para otro lado. La falta de alternativa en la oposición, con un Carlos Mesa en fuera de juego desde que se dejó arrastrar por los sectores más extremistas y sin una propuesta política clara, y un Luis Fernando Camacho que se desinfló de forma paulatina hasta quedar relegado al tradicional electorado de derecha cruceña, contribuyó a extender la idea de que con el MAS se vivía mejor.
Fue así como se llegó a las elecciones de octubre de 2020, en las que el resultado, a pesar de ser abultado, no parece tan sorprendente si se atiende a la “nostalgia de la abundancia” (expresión acuñada por Manuel Canelas) de tiempos pasados, erigida ahora como factor explicativo clave de la victoria masista.
La pregunta inevitable que surge a continuación es: ¿será el MAS capaz de mantener esa ilusión? Sobre todo en un contexto en el que el país atraviesa una situación económica muy delicada, alejada de aquellos años de bonanza, y en el que la paciencia de los bolivianos está bajo mínimos. Con este escenario es probable que, a pesar de la legitimidad de partida, la dupla Arce-Choquehuanca cuente con un estrecho margen de maniobra y que escaseen los balones de oxígeno.
Otra interrogante inmediata es cómo será la vida tras Morales. El expresidente ya ha anunciado que antes o después volverá a Bolivia. De momento, Arce ha eludido el asunto, pero si la situación económica no remonta, y en la medida en que la escasez se imponga, es probable que el líder adquiera un renovado protagonismo. La capacidad del nuevo gobierno para amortiguar la frustración será determinante para neutralizar la figura de Morales y, de paso, evitar el juego sucio de algunos sectores de la oposición.
A juzgar por otras experiencias regionales (en especial, los casos de Argentina y Ecuador), las sucesiones del liderazgo en aquello que hace casi década y media se denominó Socialismo del Siglo XXI se han mostrado cuanto menos complicadas. Como suele suceder, tiempo y economía dictaminarán cuán alargada es la sombra de Morales.