Esta semana en Informe Semanal de Política Exterior: economía y psicología de masas.
En su nueva novela de suspense, «The Fear Index» (El índice del miedo), Robert Harris, autor de éxitos de ventas como «The Ghostwriter», llevado al cine por Roman Polanski, describe un método para hacer fortuna explotando el miedo. En la trama, un antiguo investigador del acelerador de partículas LCH, funda un hedge fund que funciona con un programa informático basado en un complejo algoritmo matemático que, en milésimas de segundo, es capaz de buscar en Internet signos de pánico, rastreando términos como “terrorismo, horror, declive, crisis, bancarrota, peligro, ruina, abismo, inquietud o accidente nuclear”.
Cuando los indicadores detectan una recurrencia inhabitual de esas señales de alerta, el programa apuesta automáticamente a la baja de las cotizaciones de las compañías implicadas en esos acontecimientos, generando millones de dólares de beneficios en pocos minutos. El hedge fund registra rentabilidades anuales del 80%. Como en todo thriller que se precie, se produce un giro en la historia: el ordenador empieza a especular contra los negocios de su creador, arrastrando finalmente a la economía mundial. La novela parece premonitoria. De algún modo, describe lo que ha venido sucediendo en Europa desde que comenzaron a difundirse en los medios de comunicación las historias sobre una inminente desaparición del euro.
Todo ello ha propagado una angustia que se intensifica por momentos, como una epidemia o una infección colectiva. Como en la trama urdida por Harris, la crisis existe en gran parte porque cada vez más gente cree en ella, independientemente de los hechos que parecen justificarla o desmentirla. Quizá desde hace mucho, los datos de la realidad ya no tienen mayor relevancia: solo valen las percepciones. Y mientras más alarmistas sean las interpretaciones de lo que sucede, más eficazmente arraigan en el inconsciente colectivo.
En otro libro reciente, «Mood Matters» (un juego de palabras que significa “los estados de ánimo importan” o “cuestiones de humor”), el futurólogo y matemático John Casti demuestra cómo las percepciones condicionan la historia, sugiriendo que lo que decide el futuro no son tanto los acontecimientos en sí mismos sino fundamentalmente las expectativas colectivas sobre esos hechos. Cuando el “humor social” es positivo y la gente mira hacia el futuro con optimismo, acontecimientos de un carácter completamente diferente tienden a ocurrir que cuando reina una atmósfera pesimista.
Los especuladores de los mercados financieros no son, en ese sentido, los únicos que atacan al euro. Desde hace tiempo, titulares que insisten en imágenes y metáforas apocalípticas como “al borde del abismo” contribuyen a que el miedo se difunda como un virus, esté fundamentado o no el temor. La información en sí misma, la interconexión del mundo entero, termina siendo la causa última del pánico en los mercados financieros, que desde 2008 no han dejado de alternar pérdidas y ganancias en el vaivén de la volatilidad.
La hipertrofia de la economía
A ello ha contribuido además lo que algunos analistas llaman la “hipertrofia de la economía” –es decir, la reducción de la realidad a la única dimensión económico-financiera– y la subordinación de la economía a las finanzas, un factor que ha limitado el horizonte de los economistas, reduciendo su oficio a una serie de fórmulas matemáticas con las letras del alfabeto griego.
Esa abundancia de formalizaciones abstractas olvida que los mercados, lejos de comportarse racionalmente, en el falso supuesto de que poseen toda la información necesaria, se mueven con frecuencia –como hoy parece haber quedado demostrado– en la semioscuridad, influidos por motivaciones psicológicas virales que oscilan entre la euforia y la depresión, muchas veces activadas por motivaciones igualmente absurdas.
Casi siempre, las percepciones basadas en los movimientos bursátiles cotidianos pecan de una visión enfocada únicamente en el corto plazo. Lo preocupante es lo mucho que los economistas han contribuido a esas distorsiones, olvidándose que el grado de cientificidad de la economía es, cuando menos, dudoso. En un libro de texto muy difundido, «Macroeconomía» (2006) de Olivier Blanchard, hay muchas páginas dedicadas al desempleo y la hiperinflación, pero solo tres (de un total de 700) a las burbujas especulativas, que se inflan y estallan debido precisamente a esas epidemias de euforia y pánico irracionales. Ello no tendría mucha importancia de no ser Blanchard el economista jefe del Fondo Monetario Internacional.
La crisis de deuda soberana de la zona euro tiene sus raíces en una unión monetaria imperfecta cuyas limitaciones se conjugaron con una expansión en el consumo y el crédito que tardó 20 años (1987-2007) en generarse, evolucionar y colapsar. Pero mientras que los “mercados” demandan soluciones inmediatas, los poderes políticos y las propias sociedades europeas buscan alternativas más duraderas y que, por ello, se mueven a su propio ritmo.
Una unión fiscal sólida en la ue podría conducir a la formación de una Europa federal y democrática que la haría más y no menos fuerte. La real dimensión de la crisis europea no puede ser entendida sin tener en cuenta la historia de conflictos en el continente en el siglo XX, producto de la cual es la propia Unión, que no puede ser rehén de la volatilidad inherente a los vertiginosos ciclos noticiosos de 24 horas.
El desenlace de esta crisis dependerá del resultado de esa lucha entre ambas percepciones temporales: la de los mercados y la de las tendencias históricas de largo aliento y amplios horizontes. Los políticos europeos harían bien en insistir en lo que está en juego.
Para más información:
Luis Esteban G. Manrique, «Libros: Nunca es diferente: riesgos económicos de la amnesia». Política Exterior 136, julio-agosto 2010.
Wolfgang Münchau, «¿Es posible que Martin Feldstein tenga razón?». Política Exterior 135, mayo-junio 2010.