“Si me preguntan cuál es el objetivo más importante para mi país, es obtener paz y unidad entre los diferentes pueblos de mi nación”. Palabras de Aung San Suu Kyi, ministra de Exteriores y dirigente de facto de Myanmar, en agosto de 2016. Un año después, la antigua disidente y premio Nobel de la Paz preside sobre lo que oficiales de Naciones Unidas ya califican como “una limpieza étnica de libro de texto”. Unas atrocidades que, pese a los esfuerzos de la ONU, amenazan con quedar impunes.
Desde finales de agosto, en torno a 400.000 musulmanes de la etnia rohingya –más de un tercio del total de este colectivo– han tenido que abandonar el estado meridional de Rakáin para refugiarse en Bangladesh. Tras una serie de altercados violentos entre grupos armados locales y las fuerzas de seguridad, el ejército birmano –conocido como el Tatmadaw– está realizando una campaña de tierra quemada en la región. Amnistía Internacional (AI) ha denunciado las tácticas de los militares, que consisten en rodear aldeas rohingya, disparar indiscriminadamente a sus habitantes y después prender fuego al asentamiento. A mediados de septiembre, AI mostraba, a través de imágenes captadas por satélite, hasta 80 aldeas destruidas de esta forma. Aparentemente incapaces de asimilar a una minoría musulmana –los rohingya se han visto históricamente marginados y desprovistos de ciudadanía–, las autoridades birmanas, en su mayoría budistas, han optado por erradicarla.
La respuesta de Suu Kyi ha consistido en mantener un silencio poco ejemplar para, a continuación, negar lo que está ocurriendo y bloquear el envío de ayuda humanitaria de la ONU. Aunque la dirigente carece de autoridad para controlar a las fuerzas armadas (que hasta el inicio de la transición democrática en 2010 controlaban el país, y que tras las elecciones de 2015 mantienen posiciones clave en el Estado birmano), no faltan voces exigiendo que se le retire el Nobel que obtuvo en 1991. “Es difícil imaginar a otro líder político reciente en quien tantas esperanzas elevadas hayan sido traicionadas con tanta crueldad”, escribe George Monbiot en The Guardian. También se ha señalado que, en Libia, la ONU invocó la doctrina de la responsabilidad de proteger ante abusos exponencialmente menores que los que están teniendo lugar en Myanmar.
En papel, el problema de Rakáin tiene soluciones. Una comisión de la ONU, dirigida por Kofi Annan, presentó a finales de agosto un documento con una hoja de ruta para promover para la reconciliación entre rohingya y autoridades birmanas. Poco después comenzó la escalada de violencia más reciente. Ante su intensificación, el Consejo de Seguridad de la ONU planea convocar una reunión urgente. Pero los apoyos internacionales de Myanmar imposibilitan una solución expeditiva, o incluso una condena clara de los acontecimientos. En el “gran juego” que se libra por el futuro de Myanmar, los rohingya ni siquiera son peones prescindibles. Son un engorro cuya existencia resulta incómoda.
Para entender por qué las autoridades birmanas operan desde la impunidad conviene examinar el contexto en que Suu Kyi pronunció la anterior cita. Fue durante su primera visita oficial a China, un país cuyas autoridades llevan años intentando congraciarse con ella. Entre 1988 y 2010, Pekín fue el principal valedor internacional de la junta militar que mantuvo a Suu Kyi bajo arresto domiciliario. Pero las autoridades chinas también se cuidaron de apoyar a diferentes facciones guerrilleras en el interior del país –Myanmar cuenta con 135 grupos étnicos diferentes–, por lo que su beneplácito es clave para garantizar la estabilidad del país y suavizar la relación entre Suu Kyi y el Tatmadaw.
Hasta aquí, el palo. China también ofrece zanahorias: proyectos de infraestructura ambiciosos que podrían generar empleo y estimular la economía renqueante de Myanmar. Por lo general estos proyectos, como la central hidroeléctrica de Myitsone o el desarrollo del puerto de aguas profundas en Kyauk Pyu, están dirigidos a satisfacer las necesidades energéticas del gigante asiático. No están exentos de polémica: la construcción de la presa de Myitsone, localizada en nacimiento del río Irawadi (el mayor del país), se ha detenido ante el rechazo que generaba. El gobierno se Suu Kyi ha creado una comisión destinada a evaluar su viabilidad; viabilidad que podría aumentar si China continúa cooperando con el desarme de grupos rebeldes.
El desarrollo del puerto de Kyauk Pyu, en el que China está invirtiendo 10.000 millones de dólares y del que espera obtener hasta un 85% de control, es aún más sensible. El enlace de la costa birmana y el sur de China a través de gasoductos y oleoductos permitiría a Pekín satisfacer su demanda de hidrocarburos a través del Océano Índico. Pekín pondría de esta forma reducir su dependencia de los estrechos de Sunda y Malaca, en Indonesia, por donde transita la mayor parte de su demanda de hidrocarburos. Pekín evitaría así el llamado dilema de Malaca: depender energéticamente de un estrecho fácil de bloquear por la armada de un país hostil. Como telón de fondo está la Ruta de la Seda, el ambicioso proyecto para entrelazar los mercados de Europa y Asia a través de corredores terrestres y marítimos. Para ello es necesario el «cinturón de perlas», una red de puertos que establezca posiciones chinas a lo largo del Índico. Gwadar, en Pakistán, está en el extremo occidental de la red. Kyauk Pyu cubre el flanco sur. Casualmente, el puerto chino en Birmania se encuentra en el estado de Rakáin. En mayo, Suu Kyi asistió a una cumbre internacional de la Ruta de la Seda convocada por el gobierno chino.
La necesidad china de agasajar a Myanmar se traduce en una defensa férrea de sus decisiones ante el Consejo de Seguridad. En ocasiones, esta posición se camufla como contundencia frente al extremismo islámico, en contraste con la pretendida corrección política de Occidente. Una posición a la que también se ha sumado el gobierno ruso, cuya relación con Myanmar se realiza en gran medida a través del Tatmadaw. Como muestra Al Jazeera, Rusia, al igual que China, tiene un mercado armamentístico que cultivar.
India, por su parte, intenta aproximarse al gobierno birmano y evitar su acercamiento a China. Para contener la expansión de Pekín en el Índico, Nueva Delhi ha propuesto un plan de cooperación económica e inversión en infraestructuras, con una autopista que conectaría Birmana con Tailandia e India y una inversión en infraestructura portuaria en Calcuta y Sittwe (capital de Rakáin). El gobierno indio también ha apoyado públicamente la actual escalada de violencia, amenazando con deportar hasta 40.000 rohingyas de su propio país y realizando una visita oficial a Myanmar a principios de septiembre. El primer ministro Narendra Modi, del partido hinduista BJP, arrastra un historial de violencia contra minorías musulmanas de su época como gobernador del estado de Gujarat.
Las potencias occidentales tampoco han realizado una condena explícita. A principios de septiembre Suu Kyi, cuyo esposo –fallecido en 1999– era un ciudadano británico, fue aclamada por el ministro de Exteriores de Reino Unido, que la calificó como “una de las personas más inspiradoras de nuestra época”. Kevin Rudd, el ex primer ministro australiano centrado en convertirse en interlocutor entre China y EEUU, ha salido al paso de la dirigente birmana en una columna publicada por The New York Times.
Para EEUU, adoptar una línea dura supondría romper con la política exterior de Barack Obama y Hillary Clinton, que de 2012 en adelante cultivaron a Suu Kyi con esmero. Obama fue el primer presidente en visitar Myanmar –en 2012 y 2014–, mientras que las memorias de Clinton están repletas de elogios a Suu Kyi. El actual secretario de Estado, Rex Tillerson, ha criticado al gobierno birmano recientemente. Pero Tillerson pasa por horas bajas dentro de la administración de Donald Trump, quien, por su parte, no ha manifestado demasiado interés por lo que ocurre en Myanmar.
“La administración Trump no es afín a los derechos humanos, especialmente a los de minorías musulmanas discriminadas”, señala Michael Caster, investigador por los derechos humanos en el sur y este de Asia. “Además, se ha trabajado mucho para crear una Convención que establece responsabilidades internacionales para intervenir ante un genocidio, por lo que a los gobiernos a menudo no les gusta admitir que uno está teniendo lugar. Pero el Tribunal Permanente de los Pueblos acaba de decretar que Myanmar está cometiendo un genocidio. Hay cada vez más indignación y presión para que el Consejo de Seguridad haga algo, y va a tener lugar una sesión especial para debatir la situación, así que aún hay algo de esperanza. Pero no me queda mucha”.