El reciente anuncio de que el gobierno finlandés no prolongará su programa piloto de Renta Básica Universal (RBU) ha reavivado el debate en torno a esta medida. En Estados Unidos y la Unión Europea, la idea de un ingreso mínimo garantizado para todos los ciudadanos ha ganado popularidad durante los últimos años. Se trata de un movimiento transversal, que enfrenta propuestas progresistas y liberales. Pero ni siquiera en la izquierda, donde el empuje por una RBU parece mayor, existe un consenso sobre le deseabilidad de esta medida.
En los últimos años, países como Holanda, Canadá, India y Kenia han realizado programas similares a los de Finlandia, que por su diseño y aplicación era considerado una referencia en este ámbito. Su iniciativa, que comenzó en enero de 2017, consistía en entregar 560 euros mensuales a 2.000 participantes seleccionados al azar –pero previamente alistados en programas de subvenciones por desempleo o asistencia salarial–. Otro caso de referencia es el programa Mincome, en Manitoba (Canadá), que en los años setenta estableció una renta mínima de inserción en la capital y varios distritos rurales de la región. Por su parte, Suiza realizó un referéndum sobre una RBU en junio de 2016, pero el 77% de los votantes lo rechazaron.
La diferencia entre estos casos ilustra las características de la RBU. A día de hoy, múltiples países cuentan con programas de renta específicos, como el canadiense. La Comunidad Valenciana, sin ir más lejos, acaba de inaugurar un programa de ingresos básicos para combatir la marginación social. La RBU, sin embargo, es una iniciativa universal. Se aplicaría a todos los ciudadanos, independientemente de sus ingresos.
De esta manera, parecería que la RBU es una apuesta más radical que una renta de inserción. En la práctica, el ingreso universal lo defienden un sinfín de actores políticos, a menudo con agendas difícilmente reconciliables. La derecha libertaria ve en su funcionamiento sencillo y poco burocratizado un sustituto ideal del Estado del bienestar. Milton Friedman, el economista liberal, fue un famoso defensor de la medida; en la actualidad, numerosos magnates de Silicon Valley apuestan por una RBU. En el centro, políticos como Hillary Clinton han considerado aplicar, en el conjunto de EEUU, programas como el que actualmente desarrolla Alaska, que distribuye entre sus habitantes parte de sus ingresos petrolíferos. En la izquierda, la RBU se combinaría con un Estado del bienestar robusto y serviría para dotar a los ciudadanos de mayor libertad a la hora de escoger su vocación profesional.
En lo que estas diferentes tendencias convergen es en el diagnóstico sobre el futuro de los mercados laborales. Tras la crisis de 2008, con el auge de las tecnologías de la comunicación y la automatización amenazando con sustituir millones de puestos de empleo, el desempleo estructural no hará más que aumentar. En la economía del conocimiento, una RBU puede consolidarse como herramienta de redistribución y cohesión social.
Con todo, no está claro que exista voluntad política y social para desarrollar estos programas. Si la RBU resulta demasiado pequeña nos encontramos con un complemento salarial antes que con una herramienta genuinamente transformadora. Los programas más ambiciosos, sin embargo, resultan extremadamente caros. En un análisis de diferentes propuestas europeas, el sociólogo Daniel Zamora señala que las moderadas costarían en torno al 6,5% del PIB, en tanto que las más ambiciosas absorberían un 35%. Una carga fiscal insostenible, a menos que viniese acompañada de una reducción considerable del Estado del bienestar y una mayor presión fiscal.
El ministerio de Hacienda español acaba de llegar a una conclusión similar. En un informe reciente obtenido por El Independiente, el Instituto de Estudios Fiscales señalaba que, pese a sus múltiples beneficios potenciales –ahorro en costes burocráticos, favorecimiento del emprendimiento, facilitaría la repoblación rural, entre otros–, un programa de RBU es difícil de aplicar si se pretende cuadrar las cuentas. La investigación se desarrolla en el contexto de la tramitación de una Iniciativa Legislativa Popular para establecer una RBU de 426 euros, por el momento encallada.
El estudio planteaba dos posibles escenarios. En el primero, una RBU de menos de 300 euros, que se financiaría mediante recortes considerables en otras prestaciones sociales. En el segundo se mantendría el gasto en pensiones, pero la RBU no llegaría a los 80 euros mensuales, una cifra que difícilmente puede aceptarse como renta universal. En ambos casos, la necesidad de cuadrar las cuentas mitigaría los efectos redistributivos de la medida.
Pese a su apoyo entre múltiples partidos y movimientos de izquierda, la RBU compite con políticas económicas alternativas. La más destacada es la de una garantía pública de empleo, actualmente propuesta por varios senadores demócratas (Bernie Sanders, Corey Booker y Kirsten Gillibrand) interesados en presentarse a las elecciones presidenciales de 2020. La propuesta buscaría garantizar el pleno empleo mediante una coordinación entre el gobierno federal y los municipios estadounidenses. En las propuestas más ambiciosas, incluye cláusulas para demandar al gobierno federal en el caso de que resulte imposible encontrar empleo.
Los defensores de esta medida señalan, entre otras cosas, que la RBU no tiene en cuenta el valor socio-cultural del trabajo. Parece evidente que recibir un ingreso universal no supliría la sensación de contribuir a la sociedad desempeñando una actividad laboral determinada. Los partidarios de la RBU responden, no sin razón, que muchos trabajos en absoluto motivan a quienes los desempeñan. En esta tesitura, un ingreso básico garantizaría la posibilidad de elegir vocaciones. Al margen de la posición que prevalezca, el debate sobre la viabilidad de la RBU continuará en el futuro.