Desde hace años, y uno tras otro, las encuestas en Estados Unidos revelan que el Congreso es una de las instituciones políticas más desprestigiadas del país: solo un 10-20% de los ciudadanos lo ve con buenos ojos. Pese a ello, apenas ocho de los 435 miembros de la Cámara de Representantes no fueron reelegidos en 2016, cuando el margen medio de ventaja de los candidatos ganadores sobre los perdedores fue del 37,1%, una distancia propia de elecciones rusas o egipcias. Únicamente en 17 casos el margen fue del 5% o menos. Esta aparente contradicción tiene causas nada santas: la sistemática manipulación de las circunscripciones electorales para que agrupen a electores afines políticamente o proclives a votar siguiendo tendencias y pulsiones ideológicas similares. Esta estratagema hace imbatibles, por ejemplo, a los candidatos republicanos en las zonas rurales de Texas o Kansas o a los demócratas en los barrios bohemios de San Francisco o Nueva York.
Mientras que los demócratas diseñan a su antojo los distritos electorales de California, Massachusetts o Illinois, los republicanos hacen lo mismo con los de Florida, Texas, Ohio y Virginia. Así todo queda en familia.
Con este método –conocido como gerrymandering– los votantes no eligen a sus representantes, sino que son los candidatos quienes eligen a sus electores, lo que introduce un elemento político perverso que explica en parte la marejada populista que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca.
Males endémicos
El resurgente autoritarismo, el debilitamiento de los valores democráticos, el populismo en ascenso y el contagioso iliberalismo son los asuntos que abordan libros recientes como How democracies die, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt; How democracy ends, de David Runciman, o The people vs. Democracy, de Yascha Mounk, todos ellos impregnados de pesimismo sobre el futuro del peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás, como célebremente definió a la democracia Churchill.
El último informe de Freedom House, que analiza datos de 195 países para evaluar su estado de salud democrático, señala que 2017 marcó 12 años consecutivos de deterioro global de la integridad de los procesos electorales por factores como el exceso de dinero en las campañas. Según Freedom House, el año pasado en 71 países se recortaron los derechos políticos y civiles y las libertades públicas y solo en 35 mejoraron. Desde 2000, al menos 25 países han dejado de ser democráticos.
En la mayoría de los casos la democracia fue minada desde dentro por autócratas en ciernes como Vladímir Putin, Recep Tayip Erdogan o Víktor Orban. Durante la guerra fría, los golpes de Estado fueron responsables del 75% de los casos de ruptura democrática. Hoy, esos toscos métodos para capturar el poder con la violencia han dado paso a estrategias mucho más sofisticadas para torcer o falsear la voluntad popular en beneficio de los poderosos. Según Larry Diamond, profesor de ciencia política de la Universidad de Stanford, la trágica paradoja de la vía electoral al autoritarismo es que “los liberticidas usan las propias instituciones de la democracia –gradual, sutil y hasta legalmente– para asesinarla”.
Diamond sostiene que una democracia está basada más en normas éticas que en reglas jurídicas. En otras palabras: un sistema político solo puede ser tan bueno como la que gente que lo sostiene en pie. Muchos países latinoamericanos, esgrime, copiaron casi literalmente la constitución de EEUU tras su independencia, sin que ello les protegiera en absoluto de los caudillos y otros depredadores políticos.
Fraudes digitales
En la era digital el poder político tiene múltiples instrumentos a su disposición para adulterar la voluntad popular sin tener que apelar a la violencia, la represión o al robo descarado de una elección.
En su amplio repertorio de opciones está la manipulación de los censos, registros y calendarios electorales, la exclusión arbitraria de candidatos y la distorsión de las circunscripciones electorales, ardides que pueden aplicarse meses antes de unas elecciones y que pueden presentarse plausiblemente como decisiones técnicas o legales más o menos legítimas.
De hecho, el robo electoral perfecto es que el que se perpetra antes de que la gente vote. Un sinnúmero de elecciones son falseadas con métodos al borde mismo de la legalidad, lo que las hace indetectables para los observadores internacionales. Solo el 6% de los procesos en los que se detectan irregularidades reciben sanciones, recortes de ayudas o siquiera condenas verbales, lo que refleja el alto nivel de indulgencia –o impunidad– con el que pueden contar regímenes como los de Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua o Ilham Aliyev en Azerbaiyán.
En todos estos casos, sus gobiernos imprimen las papeletas y llevan a la gente a las urnas, que invariablemente les mantienen en el poder, con lo que la posibilidad real de elegir es ilusoria. Según un estudio del Electoral Integrity Project, en una escala de 0 a 10 –en el que 10 refleja un proceso intachable y el 1 uno totalmente adulterado–, la nota media en 2017 fue de un mediocre 6. En Asia, África, la Europa poscomunista y Oriente Próximo fue de apenas 5.
A escala global, solo un 30% de las elecciones desemboca en un cambio de gobierno o en una transferencia del poder a la oposición. Y esa cifra es aun más baja en países con un pasado autoritario reciente.
Democracia sin derechos
No hay un solo autócrata del siglo XXI que no haya aprendido que es más fácil mantenerse en el poder mediante simulacros democráticos, lo que explica la paradoja de que aunque hayan más elecciones que nunca, el mundo sea cada vez menos democrático.
Según Mounk, que ha investigado el ascenso populista en los países europeos excomunistas, la obsesión de esos partidos es ganar el apoyo popular para poder cercenar los derechos civiles y políticos de las minorías. Una democracia sin derechos, subraya en su último libro, es una reacción lógica contra un sistema de derechos sin democracia.