La ley de liberalización económica de Emmanuel Macron, nuevo ministro de Economía en el gobierno de Manuel Valls, ya cuenta con la oposición de la izquierda francesa, incluyendo a miembros destacados del gobernante Partido Socialista (PS). Aunque no se ha atrevido a eliminar la semana laboral de 35 horas, Macron ha propuesto varias medidas controvertidas, como el permiso de venta para comercios los domingos y la apertura a la competencia de profesiones –notarios, farmacéuticos– que considera ancladas en el «corporativismo». Pero la iniciativa no representa un giro en la política económica de Francia, sino el continuismo con un programa de austeridad y liberalización que emprendió a principios de 2014, exigido, en gran medida, por Alemania.
En enero, François Hollande anunciaba una reorientación de la política económica que el ministro de Hacienda (ahora comisario europeo de Economía y Finanzas), Pierre Moscovici, valoró como un “giro copernicano”. Las medidas incluían un recorte de 50.000 millones de euros en el gasto público, la reducción del déficit al 3,6% en 2014 y al 3% de 2015 en adelante, y un pacto con las principales empresas del país para lograr más empleos a cambio de menos regulación e impuestos. En abril, con el nombramiento de Valls como primer ministro, se consolidaba la nueva orientación del gobierno. Valls reforzó el plan de austeridad bajo el lema manido de que los franceses han vivido “por encima de sus posibilidades”. Cuatro meses después dimitía Arnaud Montebourg, ministro de Economía y referente de peso en el ala izquierda del PS. Desde entonces el partido gobernante permanece profundamente dividido.
La situación es comprensible. Hollande accedió al cargo prometiendo una salida alternativa de la crisis, basada en una ampliación de la capacidad recaudatoria del Estado francés. A día de hoy queda poco o nada de ese programa, pero la austeridad no está dando sus frutos. El déficit de Francia será del 4,3% en 2014, y no bajará al 3% que exige el Pacto de Estabilidad y Crecimiento antes de 2017. Para evitar ser multado por las autoridades europeas, el gobierno francés necesitaría realizar aún más recortes. Pero esos recortes, al reducir el crecimiento económico del país (0,4% en 2014), dificultan el pago de la deuda… y obligarían a realizar más recortes. Como señala Joaquín Estefanía, el problema de Francia no es de endeudamiento, sino de estancamiento.
Aunque los bandazos del gobierno francés son un espectáculo recurrente, el contexto en que se realizan es preocupante. A nivel macroeconómico, la consolidación fiscal en Francia solo tiene sentido dentro de una Europa que realiza planes de estímulo. “Si nosotros recortamos el déficit en un 0,5%, los alemanes tendrían que estar endeudándose un 0,5% más”, observa un alto funcionario francés. Pero Angela Merkel no está dispuesta a realizar esa concesión. Ante esta cerrazón, sin embargo, París tiene poco que hacer. Como observa The Economist, el eje franco-alemán ha dejado de ser el motor de la Unión Europea, convirtiéndose en un concepto que sirve para “disimular la fuerza de Alemania y la debilidad de Francia”. La ausencia de un contrapeso a Berlín es perjudicial para la UE, especialmente cuando la política de recortes que exige ha demostrado ser en ocasiones un fracaso sin paliativos.
El único plan de estímulos en el horizonte es el que ha propuesto Jean Claude Juncker desde la Comisión Europea, pero se queda corto para el conjunto de la UE. Entretanto, la caída de Hollande, que cosecha las peores valoraciones de un presidente en la historia de la Quinta República, está causando una verdadera descomposición política del país. A día de hoy, Marine le Pen ganaría unas elecciones generales contra el presidente. La líder del xenófobo Frente Nacional no es el único esperpento en la derecha gala: Nicolas Sarkozy, que vuelve a la política imputado por corrupción y tráfico de influencias, se ha convertido en la esperanza del centro-derecha gracias a un discurso que rivaliza con el del FN en chovinismo.