Uno de los problemas estructurales que caracteriza a América Latina y el Caribe es la desigualdad. Pese a disponer de recursos naturales de gran valor y de un importante capital humano, la brecha social en el interior de los países de la región se encuentra entre las más altas del mundo, como muestra el índice de Gini que mide la desigualdad y que señala valores de 0,4581 frente a los 0,296 de los países de la Unión Europea. La pandemia y los efectos de la crisis socioeconómica que generó –y que aún se están superando– agudizaron la situación, pero se trata de un problema previo arraigado en las estructuras sociales y económicas.
Como muestra de esta desigualdad, un tercio de la población de América Latina y el Caribe se encuentra en situación de pobreza y una de cada 10 personas en pobreza extrema. Al mismo tiempo, los niveles socioeconómicos más bajos afrontan problemas para acceder a la vivienda y a los servicios más básicos, como electricidad, agua y saneamiento.
Si bien el acceso a la educación ha mejorado mucho en los últimos años, las diferencias sociales también se trasladan al ámbito educativo, con mayores niveles de fracaso escolar y de abandono del sistema educativo en personas jóvenes. Mientras, persisten importantes niveles de analfabetismo entre los adultos mayores, especialmente entre las mujeres y quienes residen en entornos rurales.
El mercado laboral es uno de los espacios donde más se evidencian las desigualdades, al tiempo que contribuye a reproducirlas. Así, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la informalidad laboral supone el 50% del empleo en la región, concentrándose especialmente en las mujeres, y en colectivos en situación de mayor vulnerabilidad. Por sectores, el empleo informal en la región se da especialmente en el sector agrícola y ganadero, en el trabajo doméstico y de cuidado, y en el trabajo autónomo/independiente. Esta informalidad impide el ejercicio de los derechos laborales –limitación de la jornada de trabajo, salario mínimo, seguridad y salud ocupacional, etcétera– y contribuye a perpetuar las desigualdades. El mismo efecto se podría señalar de los niveles salariales entre los empleos cualificados y no cualificados en varios países de la región.
Así, mientras los estratos socioeconómicos más altos disponen de empleos formales y estables de alta productividad, con salarios competitivos con los de los países más desarrollados y cobertura de los sistemas de seguridad social contributivos, una parte importante de la población mantiene economías precarias, con empleos informales y bajos salarios, que les sitúan intermitentemente bajo la línea de la pobreza o la pobreza extrema. Por ello es común el fenómeno de las personas “trabajadoras pobres”, que cuestiona para la región el uso de las medidas de creación de empleo como principal instrumento de lucha contra la pobreza. La clase media, tan importante en los estados del bienestar europeos, es mucho más reducida, especialmente en los países de Centroamérica y el Caribe.
Estas diferencias del ámbito laboral se trasladan posteriormente a otros espacios, como el lugar de residencia en entornos urbanos altamente segregados por niveles socioeconómicos, que influye en el acceso a la educación, a prestaciones sociales y a mejores empleos, derivando en un proceso que se retroalimenta y que limita el avance social.
A estas diferencias se añaden otras interseccionalidades, como la pertenencia a comunidades afrodescendientes, pueblos originarios, la discapacidad, las personas jóvenes y personas adultas mayores, que contribuyen a profundizar las diferencias. Como señala la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), las múltiples discriminaciones y situaciones de exclusión económica y sociocultural se combinan en diversos niveles, generando una “matriz de desigualdad social” característica de la región, que se ve reforzada por las instituciones sociales.
Hacia un nuevo pacto social
Esta situación de desigualdad estructural generó diversas corrientes en las últimas décadas que demandaban medidas para avanzar hacia sociedades más cohesionadas e igualitarias. Las demandas de mayores niveles de igualdad estuvieron relacionadas con los diversos estallidos sociales en la región en 2019, 2020 y 2021 (sobre todo en Bolivia, Chile, Colombia o Ecuador), que evidenciaron –entre otros elementos–, el clima de desafección ciudadana, de desconfianza y malestar social extendido en una parte de la población. La importancia de revisar políticas y estructuras sociales para lograr sistemas más justos e inclusivos estuvo presente de alguna forma en todos estos movimientos.
En este contexto, la irrupción de la pandemia de Covid-19 en 2020, y la crisis sanitaria, social y económica que trajo consigo en los meses posteriores, profundizó en las desigualdades ya existentes, al tiempo que evidenciaron las limitaciones de los sistemas de protección social. Los niveles de pobreza alcanzaron en ese periodo al 33,7% de la población y los de pobreza extrema al 14,7%,7 y se perdieron 49 millones de empleos,8 especialmente en mujeres. El empleo informal recibió los efectos más dañinos de la crisis, al no poder beneficiarse de algunas de las medidas aplicadas por los gobiernos en el marco de la pandemia.
Los sistemas sanitarios, sobre todo los sistemas públicos no contributivos, se encontraron desbordados en la atención a la pandemia, mientras que otras patologías quedaron relegadas. Entre otros muchos aprendizajes, la pandemia puso de manifiesto la necesidad de cumplir con las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud en materia de gasto público en salud, así como la relación entre los niveles socioeconómicos y la atención en salud.
«La pandemia puso de manifiesto la necesidad de cumplir con las recomendaciones de la OMS en materia de gasto público en salud»
El impacto en los sistemas educativos también fue reseñable. Mientras las medidas de distanciamiento social impedían las clases presenciales, algunos centros educativos pudieron reemplazarlas por clases en línea. Los centros escolares de poblaciones vulnerables afrontaron más dificultades debido a la importante brecha digital existente, cuyas consecuencias en el medio plazo están aún por evaluar.
En este contexto, y ante la evidencia de las limitaciones de los actuales sistemas, recobraron peso las demandas por un nuevo pacto social, tomando como referencia los modelos de Estados del bienestar tradicionales. Desde los organismos internacionales se insistió en la necesidad de aplicar medidas redistributivas y de protección de los sectores más vulnerables. La implementación de rentas básicas universales o focalizadas en sectores desprotegidos como la infancia, el acceso a sistemas de cuidados o a sistemas de salud universales ocuparon gran parte del debate.
La rápida respuesta dada por los países en el marco de la pandemia –en diferentes niveles según el país y con sus limitaciones– permitió atisbar las posibilidades de unos sistemas de protección social reforzados, a modo de germen de lo que podrían ser las nuevas medidas. Desde los sistemas de Seguridad Social se flexibilizaron los criterios para el acceso a prestaciones, se unificaron pagos y se crearon mecanismos innovadores –como el Ingreso Mínimo Vital–. No obstante, debido a los elevados índices de informalidad en América Latina y el Caribe, estas medidas tuvieron un alcance limitado. Para las personas trabajadoras informales, los gobiernos desplegaron otras medidas de emergencia, como prestaciones no contributivas –creando nuevas prestaciones o ampliando la cobertura de las ya existentes–, ayudas en especie –básicamente alimentos–, asegurando los suministros de servicios básicos o limitando los precios de la canasta básica, entre otras medidas.
Según datos de CEPAL, se tomaron 468 medidas de protección social no contributiva que beneficiaron a 422 millones de personas solo en la región, lo que supone en torno a la mitad de la población. No obstante, y pese a los efectos positivos de todas estas medidas de refuerzo de la protección social, a medida que avanzaba el proceso de vacunación y se atenuaban los efectos sanitarios, sociales y económicos de la pandemia, estas medidas fueron reduciéndose.
La guerra en Ucrania y la crisis inflacionaria están limitando la recuperación postpandémica. El aumento de los precios – especialmente el de los alimentos y la energía–, la elevada deuda pública, la situación de polarización política que se percibe en los países de la región, así como la emergencia de otros asuntos en la agenda –tensiones geopolíticas, seguridad, etcétera– parecen restar protagonismo al debate sobre el nuevo pacto social. Al mismo tiempo, las desigualdades estructurales en la región persisten, acrecentadas por los efectos de la pandemia y con el riesgo de agravarse ante el contexto económico internacional y las posibles medidas de contención del gasto público.
La financiación necesaria para el cambio
Pese a que las medidas de emergencia tomadas por los gobiernos mostraron los posibles efectos de una protección social reforzada, las transformaciones necesarias para una sociedad más igualitaria requerirían de una reflexión en profundidad sobre el nuevo sistema para procurar equilibrar su sostenibilidad, con adecuados niveles de cobertura y de suficiencia de prestaciones. Las transferencias monetarias no contributivas permanentes, la reducción de la informalidad laboral, mejoras en infraestructuras, acceso a vivienda, a salud, a educación y a servicios básicos conllevarían, ineludiblemente, un aumento del gasto público. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el gasto público en protección social en América Latina y Caribe es del 11,4% del PIB, frente al 19,7% en los países OCDE.
Ante los elevados niveles de deuda pública, el aumento de los ingresos adquiere protagonismo en este debate y se apunta a una necesaria reforma de la fiscalidad en la región, como han venido reiterando en los últimos años diversos organismos internacionales. Pese al aumento en la carga impositiva en la región en las últimas décadas, los ingresos tributarios solo suponen el 22,9% del PIB, en comparación al 41,7% de los países de la UE, según Eurostat.
En este debate es importante recordar que el aumento de los impuestos indirectos (impuesto sobre el valor añadido, sobre todo) afecta en mayor medida a las personas de rentas más bajas. El importe aportado a la hacienda pública es el mismo, pero el esfuerzo proporcional que supone con respecto a sus ingresos es mayor, por lo que tendrá un efecto regresivo. Este impuesto tiene también un sesgo de género, pues hay mayoría de mujeres en las rentas más bajas y, además, con frecuencia ven grabados con tipos impositivos generales productos de primera necesidad –como los productos de higiene femenina– o aquellos que adquieren para realizar tareas de cuidado, de las que siguen siendo responsables principales.
Por contra, la reforma de los impuestos directos, especialmente sobre la renta de las personas físicas, puede tener efectos redistributivos sobre la población si así se considera en su diseño. Hasta la fecha, los ingresos por impuestos a las personas físicas solo alcanzan el 2,2% del PIB de la región, frente al 8% de los países de la OCDE, siendo esta la mayor diferencia en la composición de los ingresos tributarios y uno de los grandes retos para la reforma fiscal, ya que aún puede potenciarse como herramienta para aumentar la recaudación y la acción redistributiva.
En este sentido, el aumento de la carga impositiva de las rentas más altas, el ajuste de los mínimos que quedan exentos de tributar y la revisión de las deducciones, personales o familiares, contempladas en los distintos sistemas, son algunas de las medidas analizadas por los organismos internacionales. Asimismo, la aplicación de tributos sobre el patrimonio o sobre la propiedad también podría tener efectos redistributivos, aunque las cuantías recaudadas hasta el momento son muy reducidas. Más recientemente se ha abierto el debate sobre la creación de nuevos impuestos ambientales, por los que las empresas con impactos nocivos sobre el medio ambiente estarían sujetas a esta tributación.
«Dadas las características de los mercados laborales de la región, la protección social contributiva por sí sola no responde a las necesidades de toda la población»
Sería igualmente necesario tener en consideración la institucionalidad que gestiona la tributación –los mecanismos recaudatorios y los sistemas de inspección, vigilancia y control de que disponen las instituciones–, para lo que el avance en digitalización y en bancarización de la población es de gran relevancia, así como la formación del personal especializado de estas entidades. Finalmente, tendrían gran importancia las medidas para evitar la elevada evasión fiscal que, como señala CEPAL, alcanza los 325.000 millones de dólares, lo que supone un 6,1% del PIB regional. Esto aportaría una importante fuente de recursos para financiar políticas públicas inclusivas y universales.
Esta reforma fiscal, por sus dimensiones, requeriría de un consenso político y social amplio y duradero, idealmente basado en el diálogo social, que permitiera su diseño e implementación en un contexto estable. El actual clima de polarización política y los problemas geoestratégicos globales pueden suponer un reto para lograr los consensos necesarios. Los sistemas de seguridad social contributivos también tienen un importante papel en la financiación de prestaciones.
Dadas las características de los mercados laborales de la región, la protección social contributiva por sí sola no responde a las necesidades de toda la población. No obstante, es un elemento clave en la protección social, y es importante su coordinación con otras áreas no contributivas. Solo el 47% de personas ocupadas en la región cotiza a sistemas de Seguridad Social. Por ello, uno de los principales desafíos para los sistemas contributivos es la ampliación del número de personas afiliadas y cubiertas. En este sentido, las medidas innovadoras para fomentar la afiliación de quienes trabajan en la informalidad son esenciales para abarcar al mayor número posible de personas trabajadoras, especialmente en aquellos sectores que tradicionalmente han quedado fuera de los sistemas contributivos, como el trabajo independiente, el trabajo doméstico, el trabajo agrícola familiar, etcétera. La reducción de trámites, la obligatoriedad de afiliarse o los regímenes subsidiados son algunas de las medidas aplicadas en países de la región.
Asimismo, también se enfrentan al reto de aplicar la perspectiva de género, para aumentar el número de mujeres aportantes, teniendo en cuenta que la tasa de actividad en la región es del 50,4%, frente al 73,5% de los varones. Esto influye posteriormente en los niveles de renta de las mujeres mayores y en su acceso a servicios de salud, entre otros. El establecimiento de sistemas públicos de cuidados y de mecanismos de corresponsabilidad que permitan a las mujeres su participación igualitaria en el mercado laboral contribuiría a que más mujeres accedieran al mercado laboral, a que sus carreras de cotización fueran más densas, y pudieran acceder a mejores prestaciones.
Riesgos y oportunidades del contexto actual
Como se señalaba anteriormente, la emergencia de otros temas en la agenda política parece haber pospuesto el debate sobre el nuevo pacto social. La previsión de un bajo crecimiento, la elevada deuda pública, y el aumento de los precios podría anticipar una etapa de austeridad en el gasto social en la región.
Sin embargo, a pesar de las circunstancias poco propicias, una mayor inversión en protección social puede ser una de las medidas más efectivas para atenuar los efectos de cualquier crisis. No se trata únicamente de aumentar ingresos para financiar un mayor gasto social. El objetivo sería, en último término, reforzar los sistemas de protección social –contributivos y no contributivos– como parte del avance hacia estados del bienestar que procuren a la ciudadanía una calidad de vida digna, desde una perspectiva de derechos y prestando especial atención a quienes se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad.
Los sistemas de salud, de garantía de ingresos frente a contingencias, la educación o la vivienda no solo son elementos de justicia social que generan cohesión, sino que son fundamentales para que la ciudadanía pueda afrontar las crisis venideras y las transformaciones que se deriven de las transiciones socioeconómica, digital y ambiental. Muestra de ello es que, según la OIT, aquellos países con mayores niveles de gasto público en el ámbito social hicieron frente a la crisis derivada de la pandemia en mejores condiciones. Además, los estados del bienestar son de gran importancia para el crecimiento económico, ya que reactivan la economía, generan empleo y cohesión social.
Asimismo, algunos de los elementos del contexto actual pueden convertirse en oportunidades para reforzar la protección social, como los grandes avances en los procesos de digitalización que se dieron desde el inicio de la pandemia. La digitalización de procesos facilita los trámites de formalización laboral y de pago de cotizaciones, así como las labores de pago de tributos y de inspección fiscal. También simplifica la tramitación de prestaciones y la identificación de potenciales personas beneficiarias, para que lleguen al mayor número posible. Todo ello sin olvidar la necesidad de reducir la brecha digital en la región, por la que las mujeres y las personas de menor nivel socioeconómico quedan excluidas del mundo digital.
La transición hacia economías verdes y descarbonizadas es otra de las grandes oportunidades para incluir elementos de inclusividad y de refuerzo de la protección social. La progresiva eliminación de los subsidios a sectores no respetuosos con el medioambiente, así como la aplicación de impuestos ambientales y de mecanismos de financiación innovadores –bonos verdes, canjes de deuda, etcétera– pueden suponer una interesante fuente de ingresos que ayude a sostener las políticas sociales. Asimismo, la generación de nuevos empleos vinculados a la “transición verde” es una oportunidad para que los nuevos empleos se realicen en la formalidad y en el marco de sistemas contributivos.
«Los flujos migratorios, otra característica de la región y que se intensificarán en el futuro, suponen un reto al tiempo que ofrecen una oportunidad para que esa migración alcance empleos formales»
La misma oportunidad se daría con los sistemas de cuidado. Ante el progresivo envejecimiento de la población, en el que el número de personas adultas mayores se triplicará en los próximos 35 años en América Latina y el Caribe, y el crecimiento en el número de personas en situación de dependencia que el aumento en la esperanza de vida lleva aparejado, se harán necesarios sistemas de cuidado. Estos nuevos empleos, tradicionalmente femeninos, podrían ser empleos de calidad y en la formalidad, lo que contribuiría a dignificar la labor de estas trabajadoras y a ofrecerles mecanismos de protección social.
Finalmente, los flujos migratorios, que son otra característica de la región y que se prevé que se intensifiquen en el futuro, suponen un reto al tiempo que ofrecen una oportunidad para que esa migración alcance empleos formales. Se trata de un contexto desafiante para lograr acuerdos estables en los países latinoamericanos en materia social y fiscal. Nada de ello es imposible. Como señala la CEPAL, la región ya demostró su capacidad de transformación en la década de 2002 a 2012, cuando se lograron importantes avances en igualdad social y reducción de la pobreza, gracias a que el momento propicio de la economía en la región fue aprovechado para incluir medidas de mejora de la calidad de vida.
La pérdida de esta oportunidad para avanzar hacia un nuevo pacto social solo contribuiría a desproteger a la población ante nuevas crisis e iría en detrimento del crecimiento económico y de la cohesión social.