Europa se ha suicidado dos veces en el siglo XX. Suicidios cruentos y desoladores. Ahora corremos serio riesgo de un tercer suicidio, probablemente incruento, pero también desolador en sus consecuencias.
El continente europeo ha sido históricamente escenario constante de guerra y devastación. Pero también de intentos de unificación, aunque bajo la hegemonía de algunas de sus potencias mediante el uso de la fuerza revestida de pretensiones de legitimidad basadas en la religión, en los intereses económicos y comerciales, o en la extensión de las ideas de las revoluciones sociales y políticas. Fueron siempre, sin embargo, disputas internas, salvo la defensa frente a agresiones exteriores, de los persas, los mongoles o los otomanos…
Las disputas internas debilitaron brutalmente a Europa en su conjunto (como la guerra de los Treinta Años o las agresiones napoleónicas), pero no hirieron de muerte su papel en el escenario global, ni su voluntad expansiva desde los descubrimientos y las nuevas rutas marítimas, ni su voluntad hegemónica sobre el resto del planeta, gracias a la Revolución Industrial y su superioridad tecnológica y, por ende, militar.
Ahí radica la diferencia con los dos grandes conflictos que asolaron el continente a lo largo del siglo XX. Fueron auténticos suicidios, absolutamente trágicos en sus consecuencias humanas, económicas y sociales, como los anteriores. Pero también –de ahí el suicidio– en sus efectos sobre el papel de Europa en el mundo. Nada volvió a ser como antes.
La Primera Guerra Mundial supuso la plasmación de dos grandes potencias “nuevas” que iban a ser decisivas el resto del siglo: Estados Unidos y la Unión Soviética. Fue también la expresión máxima de la irresponsabilidad política de los dirigentes europeos de la época, que empezaron la guerra “alegremente”, sin analizar sus posibles y dramáticas consecuencias. Cayeron cuatro imperios y las democracias entraban en una fase de creciente debilidad. El primer suicidio. Europa se auto-provocó la pérdida de su papel hegemónico para siempre.
La inestabilidad creada por la forma de cerrar el conflicto de nuevo, con una grave irresponsabilidad– generó, en apenas dos décadas, una dinámica política autodestructiva que culmina en la agresión revanchista e irracional de la Alemania hitleriana y las ambiciones imperialistas de la URSS.
La Segunda Guerra Mundial devastó Europa como nunca anteriormente y, además, culminó con la división del continente, desgarrado entre los dos bloques de la guerra fría. Una Europa dividida y exhausta, sin capacidad política en el escenario global. La hegemonía ya estaba perdida. Ahora el resultado era la irrelevancia. El segundo suicidio.
La clarividencia de EEUU y la conjunción de sus intereses vitales con la necesidad de reconstruir Europa occidental social y económicamente (el Plan Marshall es el ejemplo paradigmático) hace que Europa renazca de sus cenizas, como principal escenario de conflicto entre las dos superpotencias “extraeuropeas”. Recobramos relevancia por factores ajenos a nosotros mismos. Pero en ese renacimiento también tiene mucho que ver lo que aprendimos de la historia reciente (después de la ceguera histórica durante el periodo de entreguerras) y del ejercicio de responsabilidad –necesariamente humilde– de los nuevos dirigentes europeos, cuyo máximo objetivo era evitar la repetición de lo trágicamente vivido.
Surge el europeísmo y la voluntad de avanzar hacia una integración, no sobre la base del ejercicio de la fuerza, sino de la solidaridad, la paz y la cooperación. El miedo a repetir la historia está en el germen del proceso de integración europea. Conviene no olvidarlo, aunque ahora pueda parecernos todo muy lejano.
Conscientes de las dificultades políticas y sociales del proyecto (el enfrentamiento era demasiado cercano), los padres de la construcción europea eligieron el camino pragmático: la progresiva integración económica. Así surge el Tratado CECA o el Tratado de Roma, poco después. El evidente éxito de esa visión hace que, poco a poco, pueda avanzarse también en la integración política. Un camino lleno de obstáculos, ya que las soberanías nacionales siguen estando ahí y las renuncias son siempre dolorosas.
Hablamos, en cualquier caso, de la historia de un éxito. La atracción del proyecto ha sido tal que pasamos de los seis países iniciales a los actuales veintisiete, después del malhadado Brexit. Nadie desea entrar en un club que no sea atractivo y las ansias de libertad de los antiguos países sometidos a la URSS se canalizaron en buena medida con su voluntad de integrarse rápidamente. Como antes, lo hicimos aquellos países occidentales que no gozábamos de libertades democráticas. Europa era sinónimo de prosperidad, libertad, paz y solidaridad.
Compartir la moneda, renunciando a la política monetaria propia, o aceptar la jurisdicción europea en muchos ámbitos, son buenos ejemplos de ese avance exitoso. Pero no estamos aún en la misma situación en cuestiones como el espacio judicial común o la política exterior, de seguridad y de defensa. Acontecimientos recientes son buena muestra de que Europa no es aún percibida como un sujeto político relevante frente a otras potencias exteriores. Se nos percibe débiles, inconsistentes y sin la necesaria determinación política para asumir las consecuencias de querer ser un actor político indispensable en la configuración del nuevo escenario global. Evidentemente, no es solo una percepción, sino el producto de nuestras deficiencias y de la falta de ambición que ha caracterizado los últimos años, ensimismados en nuestros problemas internos. Y, por qué no decirlo, de las carencias de nuestros liderazgos.
Por ello, se constata nuestra debilidad y se busca quebrar nuestra solidaridad interna o nuestra cohesión, buscando de nuevo la interlocución directa con los Estados miembros. Y ninguno de ellos, por separado, puede competir con las otras potencias globales en las actuales circunstancias.
Si esos intentos tuvieran éxito y Europa dejara de ser un proyecto político para quedarse, en el mejor de los casos, en un proyecto de integración económica, estaríamos ante nuestro tercer suicidio. En principio, no con los efectos dramáticos y trágicos de los anteriores, pero de nuevo con una consecuencia similar: la pérdida de nuestra capacidad de seguir contribuyendo a dibujar el mundo que nos viene.
Es, de nuevo, la hora de la responsabilidad, ejercida por dirigentes con visión y liderazgo. Obviamente, la principal corresponde a Francia y Alemania que, con su reconciliación, permitieron impulsar el proyecto europeo. Lo hicieron construyendo grandes consensos internos que les daban legitimidad en su actuación.
Ese es hoy el principal desafío. Y si España quiere jugar un papel protagonista –sin la UE, España quedaría definitivamente fuera de juego– debe asumir que su contribución debe ser mucho más asertiva y proactiva, proponiendo y aportando como sujeto activo.
Eso solo es posible si la sociedad española está mayoritariamente detrás de ese esfuerzo que corresponde a nuestros dirigentes. Y a ellos corresponde reconstruir los consensos internos y la cohesión social, territorial y política. Sin esa premisa, la credibilidad y la confianza sufren. Necesitamos ser previsibles y fiables en nuestras posiciones, más allá de las alternancias políticas.
Credibilidad y confianza que necesitamos para Europa en su relación con el resto del mundo, pero que implican, como prerrequisito, lo propio en cada Estado miembro.
Esa es, pues, la necesidad del momento si queremos recuperar la ambición y evitar el tercer suicidio. Debemos exigir a nuestros representantes que estén a la altura.
Ningún proyecto político es irreversible. Y si olvidamos nuestra propia historia, estamos condenados a repetirla. Parafraseando a Marx, pero a la inversa, no como farsa, sino como tragedia.
Para ello hoy que identificar al principal enemigo externo de la UE: los EEUU. Han estado detrás del exito del Brexit, apoyando a sus impulsores; lleva años impulsando guerras en nuestras fronteras, en Oriente Próximo, en Ucrania, en Libia…
La UE es el principal competidor económico de los EEUU considerada globalmente (cosa que se hace poco, y se ignora reiteradamente). El exito de la UE es visto como un peligro por los USA .
Acercar a Turkia, estrechar lazos xon Rusia y negociar con Xhina sin complejos, una politica verdaderamente mediterránea y una defensa militar propia independiente de la OTAN (y en ella en tanto los EEUU sean fiables y no la manipulen en funcion a sus objetivos geoestratégicos particulares), son las condiciones oara que ese tercer suicidio no se consume, Josep.
Y previo a todo esto : ¿seran nuestros estados nacionales capaces de renunciar a la parte de subsoberania en aquellos asuntos de interés global como la defensa y la negociación economica geoestratégica? Porque sin un Gobierno real, sin una Comision con poderes reales y respetados por todos, Europa no será posible.
Nos sobra patrioterismo. Eliminemos el conceptto de patria de las escuelas y enseñemos europeismo como sistema de defensa de los derexhos humanis. Es lo unico que nos puede unir. Un saludo.
El futuro de Europa debe estar sólidamente imbricado con el de todo el Mundo Occidental, que incluye a Europa, Estados Unidos, Canadá, América Latina, Australia, Nueva Zelanda, Israel y, si fuera posible, también a Rusia. Considerar a Estados Unidos como enemigo de Europa sería un error letal para la supervivencia de Europa frente a la amenaza que representan los 2.000 millones de musulmanes. Por otra parte, ni China ni la India son enemigos de Occidente; por el contrario, esos dos paises (junto con Japón y Corea del Sur) pueden ser aliados de Occidente en una futura guerra entre civilizaciones. Turquía ha sido, y sigue siendo, un enemigo mortal de la Europa cristiana y debería ser expulsada de la OTAN.
No es necesario q contestes Josep, los comentarios del Sr. Turu huelen a sectarismo y totalitarismo, una pena