“Cuando el viento sopla, los españoles ahorran dinero.” El comunicado de la Asociación Empresarial Eólica (AEE) ofrece algo de optimismo ante las disfuncionalidades del mercado energético español. Más aún cuando España, siempre según la AEE, acaba de convertirse en el primer país del mundo que satisface una pluralidad de su demanda energética mediante la energía eólica. Suministrando el 20,9% de la oferta energética –seguida de cerca por el 20,8% de las nucleares–, los molinos de viento lideran el sector de las renovables en nuestro país. El 42.4% de la energía española –incluyendo un 3.1% proveniente de la fotovoltaica y un 14,4% de centrales hidroeléctricas– ya es renovable. Y aunque sólo la isla de El Hierro figura entre las regiones punteras que satisfacen el 100% de su demanda mediante fuentes limpias, Greenpeace estima que para 2050 toda España podría abastecerse únicamente con energía renovable. El considerable incremento del peso del sector –del 13% del mercado en 2007 al 27% en la actualidad– da cierta credibilidad a la propuesta.
El despegue de las renovables ha tenido lugar en el contexto de la lucha contra el calentamiento global, que la Unión Europea lidera. Así lo atestiguan el cumplimento del Protocolo de Kyoto, la decisión de Angela Merkel de abandonar la energía nuclear, y el objetivo, por el momento realista, de reducir para 2030 las emisiones de CO2 de la UE en un 40% respecto a los niveles de 1990. Pero no todo el monte es orégano, ni toda Europa verde. Polonia, actualmente la única economía pujante de la unión, depende de plantas de carbón que generan emisiones considerables. Tampoco España se ha atenido a las directrices establecidas en Kioto, amparándose en el hecho de que la media europea ha bajado desde la firma del Protocolo. El caso español es además un ejemplo de los problemas que acarrea la inversión pública en renovables: falta de rigor en la política de subvenciones, y facturas de la luz encarecidas –aunque a este problema hay que añadir el de un marco regulatorio inadecuado, o sencillamente amañado. Incluso Alemania, considerada una superpotencia verde, presenta problemas derivados de su apuesta por la energía renovable que la convierten en un modelo poco atractivo.
Así las cosas, la Comisión Europea ha rectificado recientemente la política de la unión con respecto a las renovables. Presionada por Reino Unido y Francia –cuyo modelo energético se basa principalmente en las nucleares–, la Comisión ha mantenido los objetivos de reducción de emisiones, pero al mismo tiempo abandonado las cuotas para energías renovables. La decisión no sorprende, estando Europa volcada en combatir la crisis económica. Pero ante semejante cambio de rumbo se da la ironía de que China, el país que más contamina del mundo, podría convertirse en el nuevo líder de la tecnología verde.
La posibilidad de ser desplazada en el sector de las renovables no es el único reto al que Europa debe hacer frente. La revolución del fracking en Estados Unidos, destinada a convertir al país en el mayor productor mundial de crudo en 2015, ha reducido los costes energéticos al otro lado del Atlántico, lastrando mientras que la UE continúa dependiendo de Rusia y Oriente Medio. Como observa Lakshmi Mittal, presidente de Arcelor Mittal, los precios de la energía en Europa (entre tres o cuatro veces superiores a los de EE UU) lastran su competividad. La advertencia no es ociosa: a finales de 2012, Mittal anunció su intención de cerrar dos altos hornos en Francia y Bélgica, despidiendo a 630 trabajadores. La decisión motivó la reacción enfurecida de Arnaud Montebourg, Ministro de Industria francés, pero ilustra el problema que presenta el sobrecoste energético en la UE. También en España el alto coste de la energía daña la competitividad de la economía: en especial la de un sector exportador que se considera el motor para dejar atrás la recesión. Para consolidarse como un modelo para el resto del mundo, el modelo energético europeo aún debe superar retos considerables.