Es un tópico afirmar que Europa llega demasiado tarde para jugar un papel relevante en la revolución digital y en la pugna entre Estados Unidos y China por la hegemonía en inteligencia artificial (IA) y computación cuántica. Es verdad que ni tenemos un Silicon Valley ni un Shenzen, como tampoco tenemos gigantes tecnológicos como Amazon, Google o Facebook, o Alibaba, Tencent o Baidu. Pero, ¿significa eso que no tenemos nada que hacer en ese “duopolio de facto” entre las dos grandes potencias de este siglo? Desde luego, es tarde para crear grandes tecnológicas propias, o para desarrollar polos tan potentes de generación de ideas y negocios, pero ello no implica necesariamente quedar fuera de juego.
La Unión Europea es un enorme mercado de 450 millones de personas, de alto poder adquisitivo (30.000 euros de renta per cápita), con un PIB nominal similar al de EEUU, con un remarcable sistema de educación y formación, además de capacidad tecnológica e innovadora, y con sectores que son líderes a nivel global y clave para el desarrollo digital. Estamos hablando de la automoción, las operadoras de telecomunicaciones (incluida una red desarrollada de fibra, particularmente, en España), la generación y distribución energética, el tratamiento de aguas, banca y finanzas, comercio y turismo, la supercomputación, sin olvidar el posible retorno al mercado global de la telefonía móvil o, incluso, el despliegue de infraestructuras necesarias para el 5G y las generaciones venideras.
Esta realidad supone un enorme potencial para la implementación generalizada de desarrollos digitales, incluida, por supuesto, la IA. Constituimos un enorme mercado que nos sirve de palanca para otra posibilidad, ya testada, de ser un actor indispensable para definir normas, reglas y criterios éticos. Así ha sido en el caso de la protección de datos, con la aceptación como marco global del Reglamento de Protección de Datos (GDPR). Sin el acceso al mercado europeo se pierden demasiadas oportunidades de negocio y una vez establecidos unos estándares, se aplican de facto con carácter universal.
Europa es un rule setter indiscutible, y además nos conviene en tanto que ese poder regulador refleja nuestros valores sobre los límites en las aplicaciones de la IA y en la utilización de datos, paliando riesgos de utilización sesgada e interesada por parte de los poderes públicos (como la identificación facial, o los sesgos de los algoritmos) o combatiendo abusos de poder dominante por parte de las grandes tecnológicas con voluntad monopolística.
Estamos hablando de los autoritarismos –cercanos a los totalitarismos– que usan los avances digitales para controlar a los individuos y a la sociedad en su conjunto, como China, o de las grandes compañías (en nuestro caso, normalmente norteamericanas) que no desean ser sometidas a reglas que limitan su poder de mercado o que no contribuyen fiscalmente al interés general de forma coherente a sus ingresos y beneficios.
La Estrategia Industrial Europea se basa (y la respuesta a la pandemia –con los fondos Next Generation EU como paradigma– ha reforzado ese énfasis) en el Green Deal y en una estrategia de digitalización para todos (particulares y empresas) que refuerce nuestra competitividad. Todo ello requiere grandes inversiones e implica una relocalización europea de actividades hoy muy dependientes del exterior, como es el caso de la energía, el automóvil y la movilidad sostenible. Lógicamente, no se puede descuidar la necesidad de invertir en I+D+i, reforzar la capacidad industrial europea o promover el emprendimiento en las nuevas tecnologías digitales, incluyendo los desarrollos de la IA.
«La Estrategia Industrial Europea se basa en el Green Deal y en una estrategia de digitalización para todos que refuerce nuestra competitividad»
Las palancas para que Europa juegue un papel relevante en el nuevo escenario geopolítico están ahí. Solo queda utilizarlas de manera eficaz.
La propuesta de la Comisión Europea para una Regulación de la Inteligencia Artificial y otras medidas acordes, va en la buena dirección. Se trata de reglas del juego que salvaguarden el funcionamiento del mercado y del sector público, los derechos individuales y la confianza de los ciudadanos. Como es natural, se ve con ojos críticos desde los que consideran insuficiente y ambigua la regulación en cuanto a dichas salvaguardias, a los que entienden que puede obstaculizar en exceso el libre desarrollo de todas las posibilidades que abre la IA. Pero el propósito es correcto, aunque de momento hablamos solo de guidelines que necesitan mayor concreción.
Otro tema es el de las implicaciones que todo eso pueda tener en el campo geopolítico y en el marco de la pugna entre EEUU y China en todos los ámbitos y, en particular, en el tecnológico. La llegada de la nueva administración Biden puede ser, también en este terreno, un revulsivo.
La creciente preocupación por la acumulación de poder de las grandes tecnológicas y su escaso compromiso fiscal ya no es privativa de Europa. Empieza a ser ampliamente compartida también en EEUU.
Por otra parte, la FTC (Federal Trade Commission) está impulsando la prohibición de malas prácticas, como el uso de algoritmos con sesgos raciales o de género, e impone límites a los sistemas de reconocimiento facial o a la utilización de datos médicos personales. Nada que objetar desde Europa y que nos obliga a las dos partes del Atlántico a reforzar nuestra cooperación, dirimiendo o gestionando nuestras diferencias, pero trabajando en una agenda común en estos temas. Algo que refuerza nuestros valores frente al desafío chino.
En definitiva, incluir estos temas en la nueva agenda transatlántica es posible tras la estrategia de decoupling desplegada por la anterior administración Trump y por la creciente convergencia respecto de las actitudes a mantener frente al reto de China, sabiendo, en palabras del secretario de Estado Antony Blinken, que debemos competir con China, colaborar cuando se pueda (por ejemplo, en la lucha contra el cambio climático) y ser adversarios en defensa de nuestros valores e intereses. Algo que la comunicación de 2019 de la Comisión Europea y el alto representante “EU-China: A Strategic Outlook”, definía al hablar de China como “socio de cooperación, un competidor económico y un rival sistémico”.
En cualquier caso, la UE debe reforzar sus políticas y defenderse de tomas de posición o de control indeseables tanto desde el punto de vista de la seguridad en los suministros como de la defensa y la seguridad, en sentido amplio. Esfuerzos en la diversificación del aprovisionamiento de materias primas (incluidas tierras raras) o en capacidades propias en microprocesadores son asimismo imprescindibles. O en el establecimiento de alianzas con Canadá, Japón, Corea del Sur, Taiwán, Australia e India, así como la puesta en marcha de mecanismos multilaterales para coordinar todos estos asuntos, que incluyan a todos los Estados de la Unión a través de las instituciones comunes.
En definitiva, una autonomía estratégica abierta, pero no equidistante. La mejor manera de defender los intereses de la UE es reforzar el vínculo atlántico y, al mismo tiempo, reforzar nuestras propias capacidades, como socios estratégicos.
No tenemos porqué llegar demasiado tarde. Ni tan siquiera en la inteligencia artificial.
Buen artículo; sereno, sopesado y realista.