Madrid, 17 de enero. El Museo de Cera presentó su estatua de Donald Trump, presidente electo de Estados Unidos. A la inauguración acudió una activista de Femen que, tras desnudarse de cintura para arriba, agarró la estatua por la entrepierna al grito de “hay que coger de los huevos al patriarcado”. El portavoz del museo intentó tapar a la activista con la famosa gorra roja de Trump, esa que promete “volver América grande de nuevo”. Molesto con la interrupción, objetó que Trump “es un presidente como otros tantos.”
La escena es reveladora. Aunque España es menos proamericana que el resto de la Unión Europea, el futuro presidente es detestado por la mayoría del continente. Trump no es considerado un presidente como otros tantos. El 84% de los alemanes hubiesen votado a Hillary Clinton. En Reino Unido se ha recogido 500.000 firmas para impedir la entrada del futuro presidente al país. La gran mayoría del centro-derecha europeo apostó por la candidata demócrata. Quienes aplauden la victoria inesperada de Trump lo hacen para ensalzar al Partido Republicano antes que a su candidato.
Agarra al patriarcado por las pelotas! Women grab back! #femen pic.twitter.com/08YTAF7PNe
— FEMEN Spain- España (@FemenSpain) January 17, 2017
Una situación incómoda, incluso embarazosa, para los Estados mayores europeos. A nadie se le escapa que la política exterior de la UE acusa una fuerte dependencia de EEUU. Esta dependencia es estructural, y los desplantes puntuales –durante, por ejemplo, la guerra de Irak– tienen a compensarse rápidamente. España aumentó su presencia en Afganistán y permitió la ampliación de las bases estadounidenses en Rota y Morón; Francia se reincorporó a la estructura militar de la OTAN y ha adoptado una política exterior fuertemente alineada con la de Washington.
Un presidente como Barack Obama, popular en la UE, rebajaba el coste de esta dependencia. Uno abominable, como Trump, lo elevará considerablemente. A ello se añade que sus posiciones en política exterior, abiertamente hostiles con la Unión y la Alianza Atlántica, sitúan a los dirigentes europeos en una tesitura doblemente incómoda. Mantener una relación amistosa con EEUU, pretender que Trump es un presidente como otros tantos sin frustrar a la opinión pública, se presenta como un malabarismo excepcionalmente complejo.
Ni contigo ni sin ti
El caso más reciente es la entrevista que Bild y The Times realizaron el 16 de enero. En ella, Trump reitera que la OTAN es una alianza “obsoleta”, define la UE como “un vehículo de Alemania”, augura que más Estados intentarán abandonar el proyecto europeo y tilda la política de acogida de refugiados de Angela Merkel como “un error muy catastrófico”. La canciller alemana, no obstante, le merece la misma credibilidad que Vladimir Putin: “empiezo confiando en los dos, pero veremos cuánto tiempo dura”.
Estas declaraciones generan inquietud en el Este de Europa, en tensión con Rusia y dependiente de las garantías de seguridad estadounidenses. Suponen un espaldarazo a la xenofobia en Europa, actualmente en alza (Holanda, Francia y Alemania celebran elecciones generales en 2017, que podrían resultar en un avance de la extrema derecha). Trump debilita la cohesión europea cuando la crisis del euro continúa pendiente de resolución. Y desbarata lo poco que queda de una política común de refugiados que nunca llegó a la altura de la crisis humanitaria que afrontaba. Los problemas de la UE, como señala Carlos Elordi, no los ha causado Trump. Pero el presidente electo hace sangre en las debilidades de sus supuestos aliados cuando pasan por horas bajas.
Es posible que ni Trump mismo sepa qué pretende con sus declaraciones inflamables. Su partido y su equipo de gobierno se esfuerzan por contradecir o matizar sus ocurrencias. Resquebrajar la OTAN y debilitar a una UE dócil debilitarían la posición global de EEUU. Oxígeno para Putin y más protagonismo para Xi Jinping, el ambicioso presidente chino y el primero en acudir al foro de Davos, donde ha realizado una defensa del libre comercio y la globalización (el TTIP, gran y controvertida apuesta de Bruselas durante la era Obama, tiene los días contados en su versión actual).
Ante este envite, la respuesta de la UE continúa siendo dubitativa. La más contundente ha sido las del primer ministro francés, Manuel Valls, que ha calificado las palabras de Trump como una “declaración de guerra” a Europa. Valls dramatiza, tal vez porque necesita un golpe de efecto de cara a unas elecciones que se anuncian desastrosas para el Partido Socialista. Pero la mayor parte de los dirigentes europeos se excede en la dirección opuesta, optando por respuestas de perfil bajo. Europa se aferra a la esperanza de que el Despacho Oval moderará a Trump: una noción que, visto lo visto, pertenece al terreno de la política-ficción.
La clave tal vez sea que, en Europa, Trump produce rechazo por motivos muy diferentes. Al bloque del Este le preocupa su relación con Putin, pero no la xenofobia que profesa frente a los refugiados. En Alemania, disgusta el proteccionismo y el euroescepticismo del republicano antes que la promesa de realizar una política exterior menos intervencionista. En una cumbre celebrada tras la elección de Trump, los ministros de Defensa europeos acordaron aumentar su cooperación, pero se abstuvieron de apostar por la creación de un ejército europeo. La arquitectura de seguridad europea continuará dependiendo de la OTAN y, por tanto, de Washington.
Durante la madrugada del 9 de noviembre, cuando se confirmaba la victoria de Trump, el embajador francés en EEUU escribió: “Nuestro mundo se está desplomando ante nuestros ojos.” El mensaje, publicado en Twitter, obtuvo una respuesta fulminante de Louis Aliot, vicepresidente del Frente Nacional: “Su mundo se está desplomando. El nuestro está construyéndose”. La UE, por el momento, no quiere o no puede responder.