En las aguas del estrecho de Gibraltar se desatan huracanes geopolíticos de vasta magnitud. Ya se demostró en 2002, cuando España desplegó buques de guerra, submarinos, cazas, helicópteros y legionarios para salvaguardar la integridad de una roca del tamaño de un campo de fútbol, por la que ocasionalmente pasea una pastora marroquí con sus cabras. El último capítulo de la eterna disputa entre España y Reino Unido por la posesión de Gibraltar también se reduce a lo que los ingleses llaman una tormenta en la tetera: mucho ruido y pocas nueces.
El ruido (y furia) corrió el 10 de octubre a cargo de Fabián Picardo, ministro principal de Gibraltar desde 2011. De retórica churchilliana (“se helará el infierno antes que ver otra bandera que no sea la británica en el peñón”), el mandatario acudió al Cuarto Comité de la Asamblea General de las Naciones Unidas para denunciar la “campaña de odio” que promueve contra su enclave el gobierno español, al que acusó de fechorías diversas, entre ellas “disparar a gibraltareños inocentes” (y no así a culpables, hemos de suponer). Renace la Leyenda Negra: el Peñón es Palestina, Gibraltar un Sarajevo andaluz.
La creatividad de Picardo no trascendería de lo anecdótico, de no ser porque la posición de España ante esta cuestión tampoco es coherente. El Peñón, cedido al Reino Unido en el Tratado de Utrecht (1713), pertenece a la lista de territorios a descolonizar del Comité Especial de los 24. Por otra parte, el 99% de los locales se oponen a compartir su soberanía con Madrid. A esto hay que añadir los recientes intentos de impedir a pesqueros españoles faenar en la bahía de Algeciras, y el hecho de que el territorio continúa siendo un paraíso fiscal para fondos españoles. Hay 50.000 sociedades domiciliadas en Gibraltar, casi el doble del número de habitantes.
Esta última cuestión con frecuencia constituye el mayor objeto de crítica a la política del Peñón. Sin embargo, en 2009 Gibraltar se comprometió a colaborar en la lucha contra el fraude fiscal, saliendo de la lista del G-20 de “no cooperantes” para convertirse en un centro financiero “con la más alta reputación”. Ocurre que, al no reconocer Madrid la soberanía del Peñón, España no figura entre los 26 países a los que Gibraltar proporciona información. Dada la colaboración actual de Gibraltar con el resto de la Unión Europea (UE), y a pesar del reciente interés por reformar la opacidad fiscal del Peñón, Bruselas no considera el enclave un paraíso fiscal. Irónicamente, Reino Unido proporciona a España información sobre otros paraísos fiscales británicos, como la Isla de Man, Jersey, y Gernsey, pero no Gibraltar, a pesar de que es aquí donde se lleva a cabo el constante blanqueo de capitales españoles, como atestiguó en 2005 la Operación Ballena Blanca.
La cuestión de Gibraltar debería ser entendida como un problema de opacidad fiscal. La UE debe exigir al territorio a una regulación más estricta, como actualmente está haciendo con Holanda, Irlanda, y Luxemburgo. (La propia España debiera ser incluida en la lista: con frecuencia es un paraíso fiscal para grandes empresas). En este sentido, la negativa de España a reconocer la soberanía del Peñón no hace más que beneficiar a los evasores fiscales patrios. Pero agitar la rojigualda en torno al Peñón no deja de ser una opción atractiva para nuestros gobernantes en tiempos de crisis, por lo que Gibraltar se convierte en una válvula de escape similar a la de las Malvinas en Argentina.
A pesar de ello, la ausencia de una política de Estado –que no de gobierno– continúa siendo un serio lastre para abordar de forma coherente el problema de Gibraltar. En su ausencia se prolongará el malvinismo en España, y, lo que resulta igual de preocupante, se sucederán las intervenciones de Picardo ante la ONU. No es difícil imaginar a la comunidad internacional exasperándose con las perennes rencillas del estrecho, y deseando poder delegar su resolución a las cabras de Perejil y los monos del Peñón.