Da igual quién sea el presidente de Estados Unidos. El discurso anual sobre el estado de la Unión siempre se divide, como la desigualdad en la obra de Piketty, en una proporción 50/40/10. 50% de credo americano: nacionalismo más o menos cívico, loas a las grandes gestas patrias, etcétera. 40% de malabarismo semántico, en el que se recurre a los preceptos de Humpty Dumpty (“las palabras significan lo que yo quiero que signifiquen”, explica el hombre-huevo a Alicia) para barnizar la situación del país con optimismo. Y un 10% interesante, en el que el inquilino de la Casa Blanca toma partido por su agenda, afea los obstáculos para realizarla o señala problemas pendientes de resolución. Resumiendo: hace política.
Con Donald Trump, como de costumbre, todo prometía ser diferente. El presidente acudía al Congreso humillado por Nancy Pelosi, su nueva-vieja líder (ya lo fue en 2007-2011). Además de forzarle a rectificar el cierre del gobierno federal, Pelosi pospuso el discurso del presidente del 28 de enero al 5 de febrero. El gobierno volverá a quedar sin financiación el 15, por lo que esta ocasión se presentaba, para Trump, como un posible punto de inflexión del tira y afloja en que está siendo vapuleado. Su irascibilidad amenazaba con llevarle a tensar la cuerda en exceso.
También como de costumbre, el presidente terminó por plegarse a la norma. Incluso la bancada demócrata aplaudió con profusión a muchos invitados de Trump (el astronauta Buzz Aldrin, que pisó la Luna hace 50 años; veteranos de la Segunda Guerra Mundial; un superviviente del Holocausto…) y sus elogios a las fuerzas armadas del país. En este primer 50%, lo único reseñable fue la decisión de varios congresistas de corear “¡U, S, A!”, como si acudiesen a la Super Bowl en vez de al Congreso. No deja de ser edificante contemplar a la bancada republicana, tan crítica con Trump en las primarias –hablamos de 2016, aunque desde entonces parece haber transcurrido una eternidad–, aplaudiendo a rabiar al presidente, como focas a la espera de sardinas. “¡Elegid grandeza!”, concluyó Trump en una exhortación vagamente evocadora del monólogo de Mark Renton en Trainspotting.
En el 40% que consiste en maquillar la realidad, el presidente tampoco defraudó. Una vez más, se atribuyó el mérito de que la economía estadounidense esté “muy caliente”. (En realidad parece sobrecalentada, y le podría estallar en la cara.) Hizo gala de ese estajanovismo de mercado que tanto gusta en EEUU: hay más trabajadores que nunca, anunció, y un número record de mujeres integradas en la fuerza laboral, incluyendo la mayor proporción de congresistas en la historia del poder legislativo. Llegados a este punto, Trump se topó con el inesperado entusiasmo de la bancada blanca: congresistas demócratas vestidas con los colores de las sufragistas, que hace 100 años obtuvieron el derecho al voto femenino en EEUU.
Pero todo lo bueno se termina. El núcleo duro de la agenda de Trump es tan tóxico que no es posible exponerlo sin generar rechazo. Trump se comprometió, una vez más, a erigir el muro que se ha convertido en su principal quebradero de cabeza. Lo justificó con los habituales tópicos distópicos –y falsos– sobre “nuestra muy peligrosa frontera sur” –maras, invasiones migratorias, oleadas de drogas y delincuentes que llegan desde México–, que provocaron gruñidos y suspiros entre los demócratas. El nadir llegó con la mención honorífica a Sharon y Gerald David, dos ancianos presuntamente asesinados por un inmigrante irregular. Dos familiares, invitados a presenciar el discurso, lloraban de emoción mientras su sufrimiento era puesto al servicio de una causa vil.
Otro momento entretenido –por lamentable– se produjo cuando Trump aseguró que el crecimiento económico solo peligraría ante “guerras insensatas, la política o investigaciones ridículas y partidistas”, esto último en referencia a la presión que ejerce sobre su presidencia el fiscal Robert Mueller. Una guerra insensata, por otra parte, parece ser lo que su administración alienta hoy en Venezuela. En lo que a este país concierne, y aprovechando que el Potomac pasa por Washington, D.C., el presidente cargó contra el ala izquierdista del Partido Demócrata y aseguró que América “nunca será un país socialista”.
Poco cambia tras el Estado de la Unión. Trump sigue la misma situación en la que estaba: cuenta con una base pequeña pero devota. El problema que más lastra su presidencia continua siendo él mismo. Y la gran baza con la que aún cuenta es su oposición. Los demócratas insisten en re-litigar el enfrentamiento visceral que en 2016 dividió al partido entre un establishment centrista y la candidatura del socialista Bernie Sanders.
Ayer, como de costumbre, Sanders contestó a Trump con un discurso sobre desigualdad económica, compartido desde su cuenta de Facebook. Una decisión que algunos demócratas interpretaron como una afrenta a Stacey Abrams, la ex candidata a gobernadora de Georgia –perdió en un caso claro de fraude electoral– designada para dar la réplica demócrata al presidente. Su intervención, apresurada pero sentida y honesta, ni siquiera coincidió con la de Sanders, que no pertenece formalmente al Partido Demócrata, habló después y agradeció a Abrams sus palabras. Nada de ello ha impedido la acritud en un centro-izquierda que no olvida ni aprende nada.