De aquí a un tiempo, las relaciones entre Israel y Estados Unidos son cada vez más incoherentes. Valga el caso de las primarias estadounidenses. Bernie Sanders, el primer judío con posibilidades de convertirse en presidente de EE UU, suscita mucho menos apoyo en Israel que su rival demócrata, Hillary Clinton. Y el candidato republicano favorito en ese país es Donald Trump, el multimillonario xenófobo. Trump presume de tener una hija convertida al judaísmo, pero su racismo recalcitrante, generalmente volcado contra musulmanes e hispanos, le ha convertido en un imán para antisemitas y nostálgicos del fascismo.
La falta de entusiasmo por Sanders está relacionada con sus opiniones en política exterior. A mediados de abril, el senador socialista por Vermont rompió un tabú al admitir que su país favorece desmedidamente a Israel, en detrimento del proceso de paz con Palestina. Sanders también se ha comprometido con la causa palestina en el seno del Partido Demócrata, nominando a activistas reconocidos como James Zogby y Cornel West para posiciones de liderazgo. Pero Trump –que también ha cuestionado la ortodoxia del Partido Republicano, opinando que Washington debería desempeñar un papel de mediador “neutral”– no es un candidato especialmente proisraelí. De cara a noviembre, solamente Clinton apuesta por mantener la “relación especial” que une a Washington y Tel Aviv.
La popularidad de Trump en Israel se enmarca dentro de la deriva que el país ha emprendido desde hace varias décadas. El sionismo izquierdista de los kibutz, que en su día atrajo a intelectuales como Tony Judt, Noam Chomsky o el propio Sanders, ha dado paso a un país cada vez más nacionalista y reaccionario. Benjamin Netanyahu, que va camino de sobrepasar a David Ben-Gurión como el primer ministro que más tiempo ha ejercido el poder, hace todo lo posible por ahondar en esta senda. No sorprende, por tanto, que la islamofobia de Trump despierte simpatía en Israel.
El 29 de mayo, en su más reciente viaje hacia el extremismo, Netanyahu nombró al ultranacionalista Avigdor Lieberman como ministro de Defensa. La retórica de Lieberman, que en el pasado ejerció como ministro de Exteriores, no tiene nada que envidiar a la de Trump. Su vuelta al gobierno parece un gesto calculado para humillar a los mandos militares israelíes, que, junto con los servicios de inteligencia, se han mostrado críticos con la política beligerante de Netanyahu. El nombramiento de Lieberman vino motivado por la dimisión de su predecesor, Moshe Yalón, que citó su “falta de fe” en Netanyahu. A principios de mayo el general Yair Golan, número dos de las Fuerzas de Defensa de Israel, comparó la situación de su país con la de Europa –y especialmente Alemania– en los años treinta.
La creciente intolerancia de Israel afecta a sus lazos con EE UU. Pocas relaciones entre un presidente estadounidense y un primer ministro israelí han sido tan tensas como la de Barack Obama con Netanyahu. Esta animosidad viene motivada, en parte, por el racismo al que el segundo recurre para apuntalar su posición en las urnas. Pero también por el descaro con que Netanyahu se permite tomar partido en la política estadounidense, apoyando al Partido Republicano en su intento de obstaculizar la agenda internacional de Obama.
La posición de Israel también pasa factura entre el electorado estadounidense. Aunque la opinión pública en EE UU es marcadamente proisraelí, los votantes jóvenes y de izquierdas muestran cada vez más simpatía por la causa palestina. Una encuesta reciente del Pew Research Center muestra, por primera vez, que un número mayoritario de demócratas progresistas siente más simpatía por Palestina que por Israel.
Israel, de momento, no corre el riesgo de que Washington lo considere un Estado paria, como Suráfrica en los años noventa. En EE UU hoy abundan iniciativas que pretenden estigmatizar movimientos críticos con el Estado de Israel. Pero tal vez se trate de la sobrerreacción a una tendencia que, a la larga, pone a Tel Aviv contra las cuerdas.