El Capitolio de Washington, en proceso de restauración, ha pasado gran parte de 2014 cubierto por una densa red de andamios. Dada una polarización política con escasos precedentes y un proceso legislativo estancado, la sede del Congreso y el Senado se ha convertido en una metáfora poderosa de la condición actual de Estados Unidos. Una esclerosis que las elecciones legislativas del 4 de noviembre, lejos de solucionar, posiblemente agraven.
Salvo sorpresas de última hora, los sondeos y modelos cuantitativos pronostican una victoria del Partido Republicano. La derecha reforzaría su mayoría en el Congreso y, lo que es más importante, arrebataría el control del Senado al Partido Demócrata. Con ambas cámaras en manos de los republicanos, los analistas más optimistas esperan una mejoría en las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo, hasta ahora bloqueadas por un Congreso que realiza una oposición sin concesiones al gobierno y un Senado que apoya a Barack Obama.
La evidencia, por desgracia, no apoya esta tesis. Desde la elección de Obama en 2008, la oposición ha hecho de la intransigencia su bandera, negándose a colaborar con un presidente que tiene más de moderado que de radical. A los intentos recurrentes de ahogar la financiación del gobierno federal se ha unido la insistencia en enterrar los principales logros legislativos de Obama; en concreto, una reforma sanitaria relativamente exitosa. La voluntad de obstruir ha llegado a generar situaciones surrealistas: en el caso más reciente, EE UU no puede financiar la reforma del Fondo Monetario Internacional porque los republicanos exigen que la medida venga acompañada de otras que tienen poco o nada que ver con el tema en cuestión (una de ellas, predeciblemente, es limitar el mandato de la reforma sanitaria). Mitch McConnell, hasta ahora líder de la minoría en el Senado, promete ahondar en este estilo de oposición.
Aunque la radicalización del Partido Republicano presenta un reto considerable, parte del problema que afronta EE UU es institucional. Los sistemas presidencialistas, como en su día observó Juan Linz, generan una “doble legitimidad” entre el ejecutivo y el legislativo. En momentos de polarización política como el actual la crispación bloquea el gobierno. La revista Foreign Affairs, que ha dedicado un número especial a las elecciones legislativas, lo titula con un poco esperanzador “América: tierra de decaimiento y disfunción”.
El hilo conductor es precisamente la ingobernabilidad del país. Francis Fukuyama, un optimista irredimible hace dos décadas, dedica 21 páginas a enumerar los problemas estructurales que acribillan al país. Burocracias que se han vuelto torpes con el transcurso del tiempo y la aparición de nuevas tecnologías; la entrada del dinero en política a través de los ahora omnipresentes lobbies y las donaciones privadas a campañas electorales (a un precio de 4.000 millones de dólares, estas elecciones han sido las más caras en la historia del país); jurisdicciones mal definidas entre distintas ramas del gobierno e incluso, según Fukuyama, la excesiva representatividad del Congreso hacen de EE UU un país cada vez más difícil de administrar con eficacia.
El problema resulta acuciante en un momento en que el liderazgo americano en el mundo pasa por horas bajas. En comparación con la eficacia de sistemas autoritarios como los de China y Singapur, la mayor democracia de Occidente ha perdido gran parte de su atractivo como modelo a imitar. Entre 2007 y 2013, la red de alta velocidad china ha pasado de ser inexistente a contar con más 11.000 kilómetros, casi cuatro veces el recorrido del AVE. La infraestructura americana ocupa el puesto 19 en la lista global que elabora el Foro Económico Mundial (por detrás de Omán, Portugal y España). El único tren de alta velocidad del país es el Acela, que une Boston con Washington.
Jonathan Chait observa que la principal contribución Partido Republicano, si obtiene una victoria electoral, será bloquear los nombramientos que realice Obama, tanto para renovar altos cargos de su administración, que requieren un aprobado del legislativo, como para sustituir jueces en la Corte Suprema si alguno de los actuales magistrados muriese o se retirase. Si se cumple su predicción, la crispación que hasta ahora ha atenazado al país podría parecer insignificante.