La serpientes incuban en el paraíso.
A las 15:26 del 22 de julio, una gran explosión devastó las oficinas del primer ministro, el socialista Jens Stoltenberg, en el centro de Oslo. Siete personas murieron. Al principio, el atentado recordó a los del Metro de Londres en 2005 y a los de Madrid en 2004, pero pronto quedó claro que el ataque solo era parte de una tragedia más amplia: un tirador disparó horas después de manera indiscriminada contra miembros de las juventudes socialistas, que celebraban un campamento de verano en la isla de Utoeya, a una hora de Oslo, matando a 76 personas.
Cuando la policía llegó a Utoeya y detuvo al asesino, encontró que, en contra de las especulaciones que atribuían los ataques a una célula islamista, el tirador era un noruego de 32 años, Anders Behring Breivik. En el momento de su detención, Breivik llevaba un manifiesto de 1.500 páginas en el que se refería a su “herencia vikinga”, definiéndose como un “caballero templario” que luchaba en defensa de la “cristiandad europea” contra la “invasión” subrepticia del islam. En una imagen inversa, y con similares argumentos milenaristas, Breivik reproducía en términos cristianos la defensa de Osama bin Laden de la creación de un califato panislámico en el mundo musulmán.
Con una visión apocalíptica, sostenía que un detonante apropiado podía liberar una fuerza capaz de cambiar el mundo, precisamente el que él iba a activar con sus asesinatos, atacando al establishment político noruego, dominado, según él, por lo que denomina los “marxistas culturales”.
Con casi cinco millones de habitantes, una renta per cápita de 84.640 dólares y una población inmigrante que se ha triplicado entre 1995 y 2010, hasta el medio millón de personas, especialmente en Oslo (donde el 28% de la población ha nacido fuera), Noruega se preciaba de su apertura y tolerancia. Pero detrás de esa apacible fachada, se larvaban desde hace tiempo sordos conflictos de los que Breivik parece ser el síntoma más peligroso.
Aunque el asesino cumple con los rasgos típicos de un “lobo solitario”, capaz de planificar durante años y en la mayor discreción sus golpes, su maniquea visión del mundo no se habría forjado sin el caldo de cultivo de la xenofobia alentada por los movimientos “supremacistas” de extrema derecha en Internet, como The gates of Vienna, que cita Breivik en su manifiesto.
El derechista Partido del Progreso, en el que Breivik militó entre 1999 y 2006 y del que se alejó por su moderación, es hoy el segundo partido a escala nacional tras las elecciones de 2009. La simple idea de que un fanático y potencial terrorista haya sido miembro del partido ha horrorizado a sus dirigentes, que se han apresurado a afirmar que el suyo es un partido “clásico conservador-liberal” que no tiene nada que ver con la extrema derecha.
Según el juez Kim Heger, que se ha hecho cargo del caso, el propósito del asesino era golpear al Partido Laborista, que había “traicionado” a Noruega por la vía de la inmigración masiva de musulmanes. Algunas voces autorizadas están sugiriendo que se le acuse de crímenes contra la humanidad, la única manera de encerrarle durante 30 años, dado que si se le aplica el código penal noruego, la máxima pena que recibiría sería la de 21 años de cárcel.