Putin recupera el trono.
El anuncio del presidente ruso, Dimitri Medvedev, y su primer ministro, Vladimir Putin, de que en unos meses se intercambiarán los cargos, garantiza una presidencia casi vitalicia al exagente del KGB: si cumple dos periodos de seis años, terminaría su mandato en 2023, con lo que habrá detentado el poder un lapso comparable a sus predecesores más longevos de la época soviética: Josef Stalin (30 años) y Leonid Brezhnev (18 años).
Ese proyecto confirma los vaticinios de los analistas que habían anticipado que Medvedev sería un “presidente virtual” y un mero paréntesis entre Putin y Putin. Al final, un solo “gran elector” decidió quien debería sucederle en el Kremlin. A partir de ahora, lo de menos será la ejecución formal de las convocatorias electorales en las que ambos cargos deberán ser refrendados.
En la primera –las elecciones parlamentarias del 4 de diciembre–, la oficialista Rusia Unida arrasará a los pequeños partidos surgidos en el marco de la tímida apertura política promovida por Medvedev en 2008 y cuya participación dará una pátina de legitimidad a lo que será en realidad una parodia de pluralismo. Las resistencias más importantes han sido internas, como lo ha demostrado la insólita –por inhabitual– contrariedad expresada por el ministro de Finanzas, Alexei Kudrin, que se había hecho ilusiones sobre la posibilidad de suceder a Putin al frente del gobierno.
Pero mostrar públicamente su disgusto fue un suicidio político: Medvedev le exigió su inmediata dimisión. Kudrin seguramente engrosará la larga lista de víctimas políticas de Putin –que ha terminado en la cárcel o el exilio– si decide lanzarse a la política desde la oposición para rentabilizar su prestigio como garante de la estabilidad económica durante los últimos 11 años.
Las luchas internas en el régimen, sin embargo, han tenido un precio al aumentar la volatilidad en los mercados de cambio, lo que ha obligado al banco central a gastar 6.000 millones de dólares para sostener el rublo desde la renuncia de Kudrin. Putin podía haber forzado una reforma constitucional en 2008 para gobernar por un tercer mandato consecutivo, pero no lo hizo para guardar las formas y diferenciarse de otros autócratas post-soviéticos.
Pero aunque el paréntesis de Medvedev le evita a Putin comparaciones incómodas, para todo efecto –y sobre todo para sus opositores–, Rusia no es una democracia. El Kremlin controla la televisión y ha eliminado las elecciones directas de gobernadores y senadores. Y todo ello ante la pasividad –o complacencia– de la mayoría de los rusos, que prolongan en la figura de Putin el culto al nastoyashi muzhik, el proverbial “hombre fuerte”.
El crecimiento del 7% anual entre 2000 y 2007 se debió fundamentalmente al boom de las materias primas. El 44% del presupuesto federal procede de los impuestos sobre los hidrocarburos, que representan además el 17% del PIB. El sector energético es un virtual monopolio del Estado, que además es dueño de la mitad de las acciones de todas las empresas que cotizan en la bolsa de Moscú, frente al 30% de hace ocho años. Putin es presidente del Vnesheconombank, el Banco Estatal de Desarrollo. Durante los últimos 10 años, el número de funcionarios públicos ha aumentado un 80%.
Para más información:
Zbigniew Brzezinski, «La decisión de Putin, el futuro de Rusia». Política Exterior núm. 125, septiembre-octubre 2008.
Editorial, «Todo en orden en el Kremlin». Política Exterior núm. 121, enero-febrero 2008.
Lilia Shevtsova, «Rusia al final del gobierno de Putin: un precario statu quo». Política Exterior núm. 121, enero-febrero 2008.
Mark Leonard y Nicu Popescu, «¿Qué hacer con la nueva Rusia?». Política Exterior núm. 121, enero-febrero 2008.
Francis Ghilès, «El desafío de comprender a Rusia». Política Exterior núm. 121, enero-febrero 2008.