Riad desenvaina su espada.
Según el secretario de Defensa de EE UU, Robert Gates, durante los últimos 60 años “las placas tectónicas de Oriente Próximo habían estado prácticamente congeladas”. Pero ahora que han comenzado a moverse, las grietas geopolíticas han empezado a abrirse desde el Atlántico al Índico.
Una de las fisuras más inestables atraviesa el golfo Pérsico/Arábigo, que separa el mundo árabe del persa y el islam suní del chií. Durante la guerra entre Irán e Irak en los años ochenta, Arabia Saudí y los emiratos suníes del Golfo financiaron el esfuerzo bélico de Sadam Husein contra Teherán.
La guerra fría entre Riad y Teherán volvió a subir de temperatura tras la invasión de Irak en 2003, que Irán no tardó en tratar de rentabilizar para verse reconocido como potencia regional. Mientras que Irak lucha por superar el impacto de un conflicto que lo ha debilitado en extremo y EE UU intenta retirarse cuanto antes del país, Arabia Saudí se ha autoerigido como principal barrera de contención de las ambiciones iraníes y protector de los suníes.
Ese sordo enfrentamiento se ha desplazado ahora a Bahréin, la pequeña isla del Golfo de mayoría chií (70%) gobernada por una dinastía suní. Las revueltas árabes han llevado a un punto de ebullición esa pugna, en la que Irán lleva por ahora la ventaja en Irak, con su apoyo al ayatolá Muqtada al Sader; Palestina, armando a Hamás; y Líbano, donde el partido integrista chií Hezbolá ha conseguido controlar el gobierno de Beirut.
Aunque el rey Hamad bin Isa al Califa ha restablecido el Parlamento, disuelto en 1975, concedido el voto a las mujeres y permitido la celebración de elecciones con cierta regularidad, la situación interna no ha dejado de deteriorarse. A pesar de sus 28.400 euros de renta per cápita, en sus 33 islas abundan las bolsas de pobreza de la población chií, infrarrepresentada en las fuerzas de seguridad y las instituciones civiles.
La movilización iniciada hace unas semanas pasó de pedir la dimisión del eterno primer ministro –40 años en el cargo–, a una revolución en toda regla exigiendo el fin del régimen. Aunque los chiíes reivindican reformas democráticas y la unidad nacional y no hay pruebas de una manipulación iraní de sus protestas, muchas de sus mezquitas exhiben retratos de líderes espirituales chiíes libaneses e iraníes.
Para Riad la situación se volvío intolerable y decidió desplegar 2.000 militares en Bahréin bajo la cobertura del Consejo de Cooperación del Golfo, sobre el que los saudíes ejercen una autoridad incuestionada. Para Arabia Saudí se trata de un problema existencial: colindantes a Bahréin se encuentran las provincias de Al Qatif y Al Hasa, dos regiones de mayoría chií, igualmente discriminadas, y los principales yacimientos petrolíferos del país.
Pero el aplastamiento de la revuelta no resuelve el problema. EE UU, que tiene en la isla desde hace 60 años la base principal de su V Flota, se ha visto atrapado en medio del conflicto. Es difícil que Riad haya actuado sin el consentimiento –al menos tácito– de Washington, con lo que ha quedado en evidencia su doble vara de medir: celebra la caída de los autócratas, pero elige con cuidado a los déspotas que castiga cuando abren fuego sobre sus pueblos.
Para más información:
Paulo Botta, «Los Estados árabes ante el programa nuclear iraní». Política Exterior núm. 139, enero-febrero 2011.
Rafael José R. de Espona, «Equilibrios entre Riad y Teherán». Política Exterior núm. 119, septiembre-octubre 2007.
Samuel Hadas, «Nuevo papel para Arabia Saudí». Política Exterior núm. 117, mayo-junio 2007.