Los poderes de la literatura.
“No escupas al cielo que en la cara te cae”, aconsejó el presidente peruano, Alan García, a Evo Morales después de que el presidente boliviano criticara a la Academia Sueca por la concesión del premio Nobel de Literatura a un “ultraderechista” como Mario Vargas Llosa. A pesar de que la tradición de escritores metidos a políticos en la región se remonta a casos tan notables como los de Faustino Sarmiento en Argentina y José Martí en Cuba, entre otros, el caso del novelista peruano demuestra como pocos los poderes de la literatura en América Latina.
Vargas Llosa se opuso en 1987 a la nacionalización de la banca decretada por García durante su primer gobierno (1985-90), denunciando que la medida mantendría al país en el subdesarrollo y la pobreza y degradaría la democracia. García tildó entonces al novelista de “farsante” e hizo todo lo que estuvo en su mano para poner piedras en el camino de su candidatura presidencial en las elecciones de 1990, que ganó un oscuro ingeniero agrícola de origen japonés, Alberto Fujimori, que recibió en la segunda vuelta el apoyo masivo de la izquierda y del oficialista Partido Aprista Peruano de García.
Casi 20 años después, el acierto del reciente premio Nobel no puede ser más contundente. El segundo gobierno de García es una imagen invertida de su primer periodo y gracias a la continuidad de las políticas macroeconómicas que defendió Vargas Llosa en su campaña –y que luego aplicaron sucesivamente desde 1990 Fujimori, Alejando Toledo y García–, Perú se ha convertido en la nueva estrella económica ascendente de América Latina.
El PIB peruano crecerá un 8,3% este año, más que cualquier otro de los países grandes de la región, según las últimas proyecciones del Fondo Monetario Internacional. La economía ha estado creciendo sostenidamente a un promedio anual del 6% desde 2002, y con una inflación proyectada del 1,7% este año, una de las más bajas de la región. Según el Banco Mundial, Perú ha reducido la pobreza del 54% al 35% de la población en los últimos 10 años.
La conversión de García no es la única demostración de la influencia de la pluma de Vargas Llosa. Fujimori, que intentó despojarlo de la nacionalidad por sus denuncias del autogolpe de 1992, está hoy en la cárcel por corrupción y violación de los derechos humanos. Su hija, Keiko Fujimori, está cayendo en las encuestas tras alcanzar el 22% de la intención de voto para las elecciones de 2011.
La muy probable nueva alcaldesa de Lima, Susana Villarán, de la izquierdista Fuerza Social, ha reconocido la deuda que tiene la izquierda peruana con el novelista por su defensa de la democracia. Vargas Llosa ha tenido siempre una relación conflictiva con su país. Pero lo inverso también es cierto.
Durante el fujimorismo, una abrumadora mayoría de peruanos le calificaban de “antiperuano” por haber reclamado sanciones internacionales contra el autogolpe. Algunos periódicos lo mencionaban como “el español”. En una soledad política casi absoluta, Vargas Llosa insistió. La publicación de la La fiesta del Chivo y su presentación desafiante en Lima fueron el golpe final. La identificación del dictador dominicano Leonidas Trujillo con Fujimori y de su “hombre fuerte”, Johnny Abbes, con Vladimiro Montesinos mostró la verdadera cara del régimen, mucho antes de que el fraude electoral de 2000 lo hiciera evidente. Con la izquierda, su relación no fue menos conflictiva. Su adopción del liberalismo lo convirtió en enemigo de sus antiguos compañeros de viaje, que nunca le perdonaron su deserción del castrismo.
El proceso vejatorio llegó a extremos cuando fue llamado a declarar ante un tribunal de Ayacucho que investigaba las conclusiones del “Informe Uchuraccay” de una comisión que Vargas Llosa había presidido y que explicaba la muerte de ocho periodistas limeños en 1984 en la serranía peruana. El vocal que presidió el proceso lo maltrató verbalmente durante dos días, lo aisló y puso bajo guarda armada un hotel local.
La hora de la reconciliación
Vargas Llosa ya ha recibido todos –o casi todos– los homenajes posibles en su país, que ha reconocido que los poderes de la ética terminan por imponerse sobre la idea de que no importan los métodos de un gobierno si sus políticas son eficaces. El novelista –encargado de registrar y preservar la historia íntima de una nación–, ha terminado por influir en su historia oficial. Quizá no haya forma más contundente para demostrar los poderes secretos de su oficio.