Un proceso de paz emponzoñado.
El 2 de septiembre, en Washington, tanto sus promotores –Estados Unidos– como los asistentes (la Autoridad Nacional Palestina, Egipto, Israel y Jordania) quisieron proyectar en la apertura oficial de las negociaciones directas entre israelíes y palestinos la imagen de que protagonizaban un acontecimiento trascendente en la historia de Oriente Próximo. Sin embargo, el pesado lastre de los fracasos acumulados desde 1947 crea una atmósfera tan cargada por el escepticismo y la desconfianza que la cita en la Casa Blanca apenas ha generado esperanzas. Washington ha fijado un plazo de un año para llegar a una solución definitiva, incluidos todos los asuntos ya consignados en el proceso de paz que arrancó en Madrid en noviembre de 1991: refugiados, Jerusalén, asentamientos y fronteras.
Lo que está por ver es si la administración de Barack Obama se limitará a actuar como un mero intermediario entre las partes o si se implicará a fondo para forzar el abandono de sus respectivas posiciones maximalistas. Tanto el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, como el presidente palestino, Mahmud Abbas, se han visto obligados a sumarse a la propuesta de Obama para no verse acusados de ser enemigos del diálogo. Pero muchos factores conspiran en contra de sus deseos de paz, sinceros o fingidos. Ambos son líderes débiles y con una posición política interna muy vulnerable a las presiones de sus aliados más extremistas. Netanyahu es rehén de los difíciles equilibrios de un gabinete ministerial en el que los realmente convencidos del interés de una paz justa con los palestinos son absoluta minoría.
La coalición gobernante –y la mayoría de los israelíes– está convencida de que el problema palestino es manejable a corto plazo a pesar de los ocasionales brotes de violencia, como el que produjo la muerte de cuatro colonos israelíes en Hebrón el 31 de agosto. Por su parte, la posición de Abbas es de escasa legitimidad, en tanto que su mandato presidencial no ha sido renovado en nuevas elecciones, que han sido postergadas sine die.
El control de Hamás de la franja de Gaza le impide además hablar en nombre de todos los palestinos (2,5 millones en Cisjordania y 1,5 millones en Gaza). Si Abbas aceptara algo en la mesa de negociaciones, se enfrentaría a una ofensiva frontal de los islamistas. Y si no renuncia a un Estado realmente viable, soberano y sostenible, Israel podrá recuperar su viejo discurso de que carece de un interlocutor con quien negociar la paz.
Para más información:
Alberto Ucelay, «Oriente Próximo: ¿Una próxima negociación?». Política Exterior núm. 137, septiembre-octubre 2010.
Enrique Vázquez, «Jerusalén: el error de una anexión». Política Exterior núm. 137, septiembre-octubre 2010.
Carla Fibla, «Jerusalén Este y Cisjordania: batalla por el espacio». Afkar/Ideas núm. 26, verano 2010.