La xenofobia se cierne sobre Arizona.
Estados Unidos carece de un documento nacional de identidad, un idioma oficial o incluso un registro a escala nacional de nacimientos y defunciones. Hasta procedimientos normales en otros países democráticos, como el hecho de que un policía pida su documentación a una persona, son ilegales si el agente no esgrime razones justificadas.
Esa tradición libertaria explica por qué la ley aprobada por Arizona, que criminaliza la inmigración ilegal y permitirá a la policía local detener a personas de las que se tenga una “sospecha razonable” de residir ilegalmente en el país –un eufemismo para referirse a individuos de aspecto hispano–, ha provocado acusaciones de racismo contra la gobernadora, Jan Brewer, y uno de los senadores del Estado, John McCain, por apoyarla.
Barack Obama ha calificado la ley de “mal orientada” y el fiscal general, Eric Holder, podría cuestionar su constitucionalidad ante el Tribunal Supremo porque el control de la inmigración y la seguridad de las fronteras es una competencia federal. Roger Mahony, arzobispo de Los Angeles, ha denunciado que Arizona está recurriendo a “las técnicas de los nazis”.
Incluso importantes republicanos como el ex gobernador de Florida Jeb Bush han señalado el peligro de que esos métodos propicien comportamientos xenófobos de la policía. Pero la ley está lejos de ser impopular. El 64% de los ciudadanos de Arizona la apoya mientras que, según un sondeo de CBS/New York Times, un 51% de los encuestados cree que la ley es correcta. Un 9% cree incluso que debería ser más dura y un 70% que probablemente reducirá la llegada de nuevos inmigrantes indocumentados, cuyo número es de 10,8 millones en el conjunto del país. De ellos, un 57% proviene de México, el 24% del resto de América Latina y sólo el 13% de otros países del mundo. Misuri y Carolina del Sur están considerando adoptar leyes similares.
El número de inmigrantes detenidos cruzando ilegalmente la frontera ha caído de 1,6 millones en 2000 a menos de 600.000 el año pasado, una redución de más del 60%. Aunque en Arizona esa cifra también ha bajado de 700.000 a 300.000 entre 2000 y 2008, por ese Estado entran hoy el 50% de los indocumentados, muy por encima de California y Tejas, que han erigido muros y reforzado sus barreras fronterizas, lo que ha empujado esos flujos al desierto de Sonora, fronterizo con Arizona. En ese Estado viven probablemente medio millón de indocumentados entre sus 6,6 millones de habitantes.
El problema es que esa marea ha llevado la violencia de la guerra contra el narcotráfico del presidente mexicano, Felipe Calderón, a Arizona. Entre los diversos factores que se han combinado para hacer posible la aprobación de la ley –una mayoría conservadora en el Congreso local, una gobernadora republicana y el malestar con la incapacidad del gobierno para controlar la frontera–, ninguno parece haber sido tan decisivo como la creciente inquietud por la criminalidad relacionada con las drogas y el tráfico de personas.
En 2009 agentes federales confiscaron 540.000 kilos de marihuana en Arizona, una media de una tonelada y media diarias. En Phoenix, la capital del Estado, en los últimos años ha habido casi un secuestro por día, algunos de los cuales dieron lugar a torturas y asesinatos brutales.
El fondo del problema es la falta de voluntad del gobierno federal y del Congreso para actuar en ese campo por razones electorales. Los hispanos son hoy la minoría de mayor crecimiento en el país (pasó del 12% en 2000 al 15% en 2009 y podría llegar al 29% en 2050) y suele cambiar su voto de elección en elección. El apoyo de los latinos a los demócratas en 2008 (67%) fue clave para la victoria de Obama, que prometió en su campaña una nueva ley de inmigración, aparcada por la falta de consenso entre los partidos y entre sus propios miembros. Pero cada día que pasa sin que la Casa Blanca y el Capitolio hagan frente al problema, éste no hace más que crecer.