En los ocho años de Barack Obama en la Casa Blanca, George W. Bush no hizo ningún comentario crítico sobre su sucesor, guardando estrictamente una vieja regla de discreción del “club presidencial”, como lo llamó Nancy Gibbs en un famoso libro –The Presidents Club (2012)– sobre las especiales relaciones personales que mantienen los exocupantes de la Casa Blanca.
De ahí que haya sido tan inusual el reciente mensaje lanzado simultáneamente por Bush y Obama sobre los peligros que acechan a la democracia de la superpotencia en la era de Donald Trump.
En Richmond (Virginia), en un discurso en apoyo del candidato demócrata a gobernador, Ralph Northam, Obama, sin mencionar a Trump, le lanzó un dardo: “Si uno gana unas elecciones dividiendo a la gente, le va a ser muy difícil después gobernarla. En lugar de trabajar juntos, tenemos ahora líderes que deliberadamente tratan de sembrar discordia y demonizar a quienes defienden ideas diferentes para lograr ventajas tácticas temporales”.
En Nueva York, Bush fue incluso más duro, advirtiendo que la vida política en EEUU es cada vez más vulnerable a las teorías conspirativas, las falsedades intencionadas y las intoxicaciones propagandísticas. “Hemos visto al nacionalismo convertirse en nativismo, hemos olvidado el dinamismo que nos aporta la inmigración, desvanecerse la confianza en el comercio internacional y olvidado la inestabilidad y la pobreza que acarrea el proteccionismo”.
Según Antony Blinken, subsecretario de Estado de la administración de Obama, el hecho de que las críticas de dos expresidentes hayan coincidido en el mismo momento histórico es una clara advertencia del peligro que corren algunos principios básicos de la democracia “que tanto republicanos como demócratas han defendido siempre dentro y fuera el país”.
El diagnóstico de Blinken coincide con el de algunos de los principales científicos políticos estadounidenses, que se reunieron la primera semana de octubre en la Universidad de Yale para discutir sobre el estado de la democracia en EEUU. Hasta ahora, donde el sistema ha demostrado ser más resistente es en las instituciones. Los pesos y contrapesos (checks and balances); los tribunales, que están poniendo límites al poder ejecutivo; la prensa –aunque amenazada por Trump, que quiere cambiar las leyes para facilitar las denuncias contra periodistas–; y el Congreso siguen cumpliendo su misión.
Pero las alarmas ya han comenzado a dispararse. Yascha Mounk, profesor de Harvard, advirtió en Yale que si las tendencias actuales continúan durante otros 20 o 30 años “la democracia se irá al diablo”.
Por su parte, Nancy Bermeo, profesora de Princeton y Harvard, recordó que las democracias no colapsan como resultado de un proceso de declive natural sino que mueren a causa de decisiones humanas deliberadas, generalmente porque las élites que detentan el poder dan por sentadas las instituciones democráticas, con lo que se desconectan de la ciudadanía, crean intereses particulares que los separan de sus votantes y terminan defendiendo políticas que los benefician personalmente.
El resultado es una sociedad “enojada y dividida” y con la cohesión social profundamente dañada, concluyó Bermeo. Adam Przeworski, de la Universidad de Nueva York, recordó, a su vez, que la erosión democrática comienza siempre con una ruptura del “compromiso de clase”: las democracias, subrayó, prosperan cuando la gente cree que su vida puede mejorar, una creencia que ha sido “un ingrediente esencial de la civilización occidental durante los últimos dos siglos”.
El problema es que todo eso está cambiando. En la Unión Europea, el 64% de sus ciudadanos cree que sus hijos estarán peor que ellos, mientras que en EEUU el 60% piensa lo mismo. No son impresiones arbitrarias. En 1970 en EEUU, el 90% de quienes tenían entonces entre 30 y 35 años estaba mejor que sus padres a la misma edad. En 2010, solo el 50% lo estaba.
En condiciones adversas las personas pierden la fe en el sistema, lo que hace crecer el extremismo, vacía al centro político, reduce la participación de los votantes y aumenta las oportunidades de partidos y candidatos marginales. Sometido a esa presión, el contrato social se resquebraja.
Y cuando suficientes electores concluyen que la alternativa puede no ser peor que el status quo, el sistema implosiona. Algunos datos confirman esa peligrosa tendencia. En 1995, solo uno de cada 16 estadounidenses apoyaba un gobierno militar. En 2014, esa cifra era de uno de cada seis, mientras que un 18% cree que un gobierno dirigido por militares es una idea “bastante buena”.
A esos problemas políticos se añade la creciente desconexión entre la productividad y los salarios reales y el consiguiente aumento de los antagonismos sociales y raciales. Según Przeworski, las raíces del malestar son profundas porque el sistema se ha vuelto cada vez más injusto y amañado, lo que hace crecer el sentimiento de alienación.
Daniel Ziblatt, profesor de Harvard, sostiene que la erosión de las reglas no escritas y de las convenciones que sustentan la democracia precede siempre a la muerte de las democracias. De hecho, una investigación de la ONG Bright Line Watch, el grupo que organizó la conferencia de Yale, encontró que los estadounidenses no se muestran muy comprometidos con esas normas cuando se contradicen con sus lealtades partidarias, algo cada vez más patente con el polarizador gobierno de Trump. En 1960, el 5% de los republicanos y el 4% de los demócratas se oponían a que sus hijos se casaran atravesando las fronteras políticas. En 2010, esos números aumentaron al 46% y al 33%, respectivamente.