Recesión, recuperación.
Cuando José Luis Rodríguez Zapatero afirmaba, en 2007, que España estaba “a salvo de la crisis financiera”, agencias de calificación libres de toda sospecha, además de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), alababan en sus informes “las realizaciones macroeconómicas de un país que, en el último decenio, ha acortado la diferencia entre su PIB per cápita con la media de la zona euro desde un 20 por cien hasta un 12 por cien” (OCDE); “un periodo de notable prosperidad en el que incluso se registran señales de un reequilibrio entre los factores de crecimiento, menos consumo interno, menor ritmo de la construcción, una mayor inversión empresarial y un aumento de las exportaciones” (FMI).
El debate político se ha centrado en buscar la culpabilidad del gobierno con su miopía inicial, inexplicable, imperdonable, sin añadir que los cristales de las gafas estaban empañados por la apreciación de calificados expertos. La intensidad y continuidad de los reproches ha impedido una discusión sobre las causas de la crisis, que iban más allá del ladrillo y su financiación; sin olvidar los motivos que propiciaban pelotazos y el despilfarro de recursos, incluido el de la mano de obra. El afán por el reproche también ha dificultado la aparición de propuestas razonables sobre la recuperación.
La recesión, inicialmente crisis financiera, explota en Estados Unidos y Reino Unido, precisamente donde las entidades de crédito transmitían virus desestructurados y estructurados mientras las autoridades monetarias hacían la vista gorda, confortadas por la retórica de la “exuberancia irracional”, la fórmula que tantas veces había maldecido, a posteriori, su autor, Alan Greenspan.
El Banco de España había sido algo previsor. Las entidades de crédito estaban sujetas a una provisión genérica de carácter anticíclico frente a imprevistos que comprometiesen su solvencia; además, no les estaba permitido sacar del balance cesiones de crédito y otras operaciones que hubiesen ocultado su volumen de su riesgo. No ocurría así en el mundo anglosajón: tan pronto subió el telón apareció el espectáculo de la quiebra.
El distinto perfil temporal no impidió, sin embargo, que el riesgo del ladrillo y del consumo desorbitado desembocasen en moratorias e impagos: en España también había que refinanciar los créditos y nuestros bancos y cajas, que habían acudido masivamente a la financiación internacional debido a la escasez del ahorro interno, encontraron dificultades para refinanciarse. Los problemas de liquidez –y vaya usted a saber si de insolvencia– se acentuaron cuando se disparó la alarma griega que, para mal de España, coincidía con un incremento más que sustancial del déficit presupuestario.
El gobierno ha reaccionado como ha podido. Ha utilizado con eficacia, a nuestro juicio, el escaso margen disponible: austeridad a despecho de la ideología, pagada con una huelga general y con el desencanto de los electores.
Hoy la confianza financiera se recupera poco a poco, aunque habrá que consolidarla y maniobrar con habilidad para que los agentes sociales, los empresarios y las familias recuperen progresivamente esa confianza, inviertan y consuman, y para que las administraciones recuperen la capacidad de gestionar prudentísimamente sus muy recortados recursos.
España necesita una firme voluntad común para promover un mercado laboral lejos de confirmar aquella retórica de Felipe González en 1988: “Los empleos temporales de hoy serán los fijos de mañana”. Lo recuerda Antonio Gutiérrez, que en este número de Economía Exterior subraya cómo una contracción de nuestro PIB, menos de la mitad del alemán(3,2 billones frente a 1,4) ha destruido seis veces más empleo y, a la vez, señala con el dedo a la formación profesional: en España alcanza sólo al 38% de la población activa, en la UE al 52% de media.
Desde otro ángulo, el de la OCDE, se critica que la universidad española expida más títulos académicos que otros países de la organización, dando por resultado que un 42 por cien de esos licenciados –20 por cien de media en la OCDE– ocupe empleos con unas exigencias mínimas de formación. ¿Tendrá algo que ver nuestra estructura laboral con esa curiosa distinción entre despidos procedentes e improcedentes, convenios regionales y sectoriales?
La recesión o crisis ha traído de la mano más fraude fiscal. En 2007, según la central de balances del Banco de España, las empresas residentes en España registraron un récord de beneficios, pero al practicar la liquidación del impuesto de sociedades, la recaudación se había reducido en un 39 por cien respecto al año anterior. Asimismo, mientras el consumo interno disminuía en un 2 por cien, la recaudación del IVA se desplomaba en un 40 por cien. La supervivencia ha sido una excelente coartada para la inmersión económica frente a las responsabilidades fiscales, hasta el punto de que “muchos personajes públicos acusados de delitos de corrupción solo admiten irregularidades fiscales”. Al enorme quebranto de la contracción de las bases tributarias se añade un fraude fiscal moralmente aceptable para algunos, por aquello de que lo primero que se deja de pagar son los impuestos.
Y así nos encontramos con menor recaudación que la potencialmente tributable y una competencia desleal hacia quienes respetan sus obligaciones fiscales. Pocas dudas sobre la oportunidad de endurecer sanciones contra los infractores, como también la de reforzar el colectivo de inspectores, sin olvidar, claro está, la mejora de la mecánica recaudatoria.
Nuestra condición de miembros de la eurozona exige responsabilidad y eficacia en el manejo de las cuentas públicas. Los pasados años de prosperidad permitieron superávit presupuestarios que respondían al componente cíclico de la coyuntura y ocultaban las deficiencias estructurales de nuestros presupuestos en condiciones de crecimiento medio del PIB. Una cuestión clave es determinar con la certeza más alta posible, cuál es el nivel impositivo necesario para atender el gasto público de manera sostenida.
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