El 9 de septiembre, Barack Obama compareció ante los medios de comunicación prometiendo “degradar y destruir” al Estado Islámico (EI), al frente de una coalición internacional. El periodista británico Robert Fisk se preguntaba: “¿Dónde están las llamadas a una alianza de 50 países que destruya el ébola?”. Al poco de declararle la guerra al EI, el presidente estadounidense anunciaba el lanzamiento de la Operación Asistencia Unida, una intervención militar destinada a combatir el brote de fiebre hemorrágica en Liberia, Guinea y Sierra Leona.
Diez meses después de la aparición del “paciente cero”, la situación de África occidental es espeluznante. En su último informe, la Organización Mundial de la Salud (OMS) eleva a 3.865 el número de víctimas mortales. El número oficial de infectados de Ébola es de 8.033. El virus amenaza con extenderse a Senegal y Nigeria. De llegar a Daka, con 22 millones de habitantes, su propagación sería casi imposible de contener. Laurie Garrett, experta en ébola y ganadora del premio Pulitzer por su labor periodística en Zaire, estima que hasta 250.000 personas en 30 países distintos podrían verse infectadas antes del fin de 2014.
Lentamente, el mundo reacciona. Médicos sin Fronteras (MSF) ha liderado los esfuerzos por detener el virus, a los que ahora se suman gobiernos nacionales. China ha enviado 59 profesionales sanitarios a la región; Cuba, 165. La Unión Europea, a la cabeza de la asistencia financiera desde el inicio de la crisis, ahora intenta coordinar una respuesta directa. Pero la decisión estadounidense es la que mayor revuelo ha causado, tanto por el tamaño de su intervención (4.000 militares) como por la militarización de lo que hasta ahora ha sido una emergencia humanitaria.
Varios motivos desaconsejan la presencia de soldados extranjeros. Los trabajadores sanitarios ya han sufrido ataques de locales que los acusan de propagar el virus. La presencia de hombres armados no hará más que aumentar este escepticismo, más aún en países con guerras civiles recientes, como Liberia y Sierra Leona. Un segundo problema lo presenta el regusto colonial de la intervención. No deja de ser una ironía que Africom, el mando de combate de Estados Unidos para el continente africano, tenga su sede en Stuttgart (Alemania). Por encima de todo, la colaboración con militares comprometería la labor de las agencias humanitarias, poniendo en tela de juicio las normas de neutralidad e imparcialidad que deben guiar su conducta.
La gravedad de la situación, sin embargo, ha dado su brazo a torcer. Incluso MSF, famosa por su defensa de la neutralidad, ve la intervención americana con buenos ojos. La organización ha pedido que los militares no establezcan medidas de crowd control ni cuarentenas, pero es consciente de que solo las fuerzas armadas estadounidenses cuentan con recursos suficientes para hacer frente a la emergencia. Con los Estados afectados desbordados ante una emergencia que difícilmente pueden combatir, la operación americana puede garantizar un apoyo crítico en las áreas de logística e infraestructura. El general David Rodríguez, a cargo de la operación, calcula que la presencia americana podría prolongarse un año entero.
Además del despliegue militar, EE UU se ha comprometido a formar a 500 profesionales sanitarios y abrir 17 centros de tratamiento, cada uno dotado de 100 camas. Los primeros centros estarán operativos a finales de octubre. Hasta ahora, la apertura de nuevas instalaciones ha desatado avalanchas de pacientes que las desbordan. Esto sugiere que el número de afectados podría ser aún mayor de lo que estima la OMS. Ante los enormes esfuerzos –tanto militares como económicos– realizados por Washington en Oriente Próximo, la intervención en África destaca por su insignificancia. El presupuesto de la operación es de 1.000 millones de dólares –modesto en términos de una intervención militar–, pero su financiación está encontrando un sinfín de obstáculos en el Senado.
¿Y España? La respuesta del país, tan deficitaria de puertas para dentro, ha sido igual de decepcionante en lo que concierne a su política exterior. Como observa José Ignacio Torreblanca, el espejo del ébola devuelve la imagen de “un país miope, desentendido del mundo y egoísta”. La asistencia económica ha brillado por su ausencia. Los aviones Hércules se han empleado para evacuar misioneros antes que para entregar suministros básicos. Gran parte del problema radica en los recortes que han sufrido las partidas de sanidad y cooperación al desarrollo, vivo ejemplo de hasta qué punto las políticas de austeridad pueden saldarse con muertes innecesarias.