En 1997, el periodista indo-estadounidense Fareed Zakaria publicó un artículo alertando sobre el auge de lo que llamó “democracias iliberales”. Según Zakaria, los países que lograron democratizarse entre 1974 y 1990 no siempre consolidaron sistemas de liberalismo constitucional. El resultado es que muchos de ellos celebraban y ganaban elecciones, pero se regían por una lógica poco respetuosa con el Estado de derecho y las libertades individuales. En los eufóricos años noventa, sin embargo, no existía demasiado interés por las teorías que pusiesen en entredicho el llamado fin de la historia.
Más de dos décadas después, el término está en boga. El caso más destacado tal vez sea el de Rodrigo Duterte, el presidente democráticamente electo que ha volcado las Filipinas en una campaña de exterminio contra traficantes y consumidores de drogas. El primer ministro indio, Narendra Modi, islamófobo y autocrático, también es una amenaza para la democracia de India a pesar de haber ganado en las urnas. Venezuela es otro miembro destacado del club de democracias iliberales.
Los ejemplos también abundan en Occidente. Tras la elección de Donald Trump, el propio Zakaria advirtió que Estados Unidos se había convertido en una democracia iliberal. En la Unión Europea se recurre al concepto para explicar la situación de países como Polonia y Hungría, cuyas democracias se ven amenazadas por sus propios gobernantes. La reelección del presidente húngaro Viktor Orbán, xenófobo y euroescéptico, confirma la impresión del que el problema es sustancial. En su intervención reciente ante el Parlamento Europeo, el presidente francés, Emmanuel Macron, presentó una Unión dividida precisamente entre democracias liberales e iliberales.
El interés académico y político guarda relación con las limitaciones de los investigaciones sobre este fenómeno en el pasado. Hungría era presentada, hasta la llegada de Orbán, como el caso de democratización más exitoso en Europa del este. Por el contrario, la transición en Rumanía –hoy en una situación comparativamente mejor– fue vista como una chapuza irremediable. Salvando las diferencias, nos encontramos una dinámica similar en la península ibérica. Académicos como Juan Linz aclamaron la transición española como un éxito paradigmático, en tanto que la Revolución de los Claveles portuguesa –cuyo legado hoy está menos disputado– quedaba descontada por caótica e improvisada. Parece necesario, por tanto, reconsiderar lo aprendido.
A pesar de todo, se trata de un concepto confuso y resbaladizo. El problema con esta supuesta epidemia de democracia iliberal es triple. Por un lado, el término se usa con muy poco rigor. Sirva como ejemplo una tribuna reciente de The Guardian, en la que los casos de Polonia y Hungría se entremezclan con los de Rusia y China, supuestos paladines de la democracia iliberal. El autor no se molesta en explicar cómo puede un régimen comunista, de partido único, liderar un movimiento plebiscitario y anti-tecnocrático. Rusia, por otra parte, encaja en lo que el catedrático de Harvard Steven Levitsky califica como “autoritarismo competitivo”, otra categoría maleable, empleada para describir países que combinan procesos democráticos con medidas dictatoriales.
El segundo problema consiste en recurrir a la misma etiqueta que políticos como Orbán usan para describirse. No parece que Hungría, donde el gobierno está interfiriendo activamente con derechos consustanciales a cualquier democracia –como las libertades de expresión y asociación–, vaya a poder considerarse un país democrático si Orbán culmina su proyecto. Como señala el politólogo Jan-Werner Müller en The New York Times, calificar al primer ministro como un “demócrata iliberal” es demasiado elogioso.
En último lugar, el concepto parece sugerir que es irresponsable dejar un país a merced de las masas. Uno de los lugares comunes respecto a la elección de Trump consiste en señalar la inconveniencia de plantear cuestiones complejas a un electorado inculto. Lo que ignora este argumento es que Trump obtuvo tres millones de votos menos que su rival, con una participación electoral de tan solo el 55%. El problema no es tanto la volubilidad de las masas como la distorsión que introduce el Colegio Electoral, también responsable de la primera victoria de George W. Bush, en 2000. En la UE, los “demócratas iliberales” claman contra la maquinaria administrativa de Bruselas. Como señala Müller en ¿Qué es el populismo?, políticos como Orbán comparten con las instituciones tecnocráticas de la UE una concepción del mundo donde la política no tiene lugar (los primeros porque dicen representar la voluntad de todo un “pueblo”; las segundas porque consideran que no hay alternativas a sus programas de gobernanza).
El problema de fondo al que alude el debate sobre democracias iliberales es consustancial a cualquier democracia. Como apunta la filósofa belga Chantal Mouffe, el modelo democrático occidental encierra una tensión entre la defensa de los derechos individuales y los valores de igualdad y soberanía popular. Esta tensión será creativa en la medida en que pueda resolverse a través de procedimientos democráticos. El problema en países como Hungría o Polonia es innegable, pero también lo es la persistencia, en democracias menos amenazadas, de un status quo que solo admite retoques superficiales. Una estasis que con frecuencia es la antesala de políticos como Duterte, Modi, Orbán o Trump. El problema no se resuelve culpando a sus votantes.