Preguntado por su ausencia en la reciente cumbre del Grupo de lo siete en Bruselas, Vladímir Putin ha respondido con un lacónico “bon appétit” para los asistentes. El presidente ruso tal vez esté resentido por haber quedado excluido del evento, pero su comentario encierra una verdad incómoda: la cumbre sirve para reunir a unos cuantos egos sobredimensionados en torno a una mesa con comida, pero poco mas. Cuatro décadas después de su creación, el G-7 va camino de convertirse en un organismo irrelevante.
No siempre fue así. Creado en 1973, el entonces G-5 (Canadá e Italia se unirían a los pocos años) tenía el propósito de reunir a las principales economías del bloque occidental con el fin de que coordinasen sus políticas económicas y monetarias. A las cumbres asistían los jefes de gobierno, banqueros centrales, y ministros de finanzas de Estados Unidos, Alemania, Francia, Reino Unido, y Japón. En 1998, Rusia se unió al grupo, que pasó a llamarse G-8. Seis años después, China fue invitada a participar en un encuentro de ministros de finanzas.
En el siglo XXI, sin embargo, la plataforma pronto resultó inadecuada. Tres de los ocho miembros permanentes comparten el euro como moneda común. Canadá difícilmente puede considerarse un peso pesado a escala internacional. Por encima de todo, la exclusión de potencias emergentes lastra la eficacia del grupo. De prolongarse las pautas de crecimiento actuales, las principales economías emergentes (Brasil, Rusia, India, China, y Suráfrica) sumarán un PIB superior al de la UE en 2015. De 2050 en adelante, y a medida que los BRICS converjan económicamente a los países desarrollados, el PIB de la Unión Europea y EE UU se verá gradualmente reducido a un 20-30% de la suma global.
Tras el estallido de la crisis en 2008, las limitaciones del G-7 resultaban tan evidentes que el grupo fue sustituido. En 2009, Barack Obama declaró que el G-20 –integrando a economías emergentes de peso medio como Indonesia y México, e incluyendo a España– era el nuevo “foro principal para la cooperación económica”. En lo que la Brookings Institution llamó “un giro histórico hacia la inclusión global”, el grupo convirtió a su antecesor en un foro para debatir cuestiones urgentes de manera informal.
Precisamente por eso, el G-7 parecía abogado a desaparecer. En febrero de 2010, el Financial Times se preguntó si la cumbre del “anacrónico” grupo en Iqaluit, Canadá, sería su última. Jean-Claude Trichet, entonces gobernador del Banco Central Europeo, opinó que la importancia del G-20 era mucho mayor. Se escuchó a un ministro de finanzas comentar que la reunión era una pérdida de tiempo. El principal atractivo de la cumbre posiblemente fuese el menú de foca presentado a los asistentes.
La agenda de 2014 muestra cómo se han reducido las ambiciones del G-7. Una de las principales inquietudes debatidas ha sido el retorno a Europa de yihadistas que partieron a Siria para luchas contra Bachar el Asad. Otra, transmitida por Japón, es la presión territorial que ejerce China sobre los vecinos con los que comparte fronteras marítimas. El principal tema de conversación, sin embargo, ha sido la necesidad de adoptar una postura común frente a las intervenciones rusas en Ucrania, y adoptar sanciones económicas contra Moscú. “El status quo no es aceptable”, ha lamentado el primer ministro británico David Cameron, exigiendo a Putin que reconozca al gobierno de Piotr Poroshenko.
Su demanda tal vez hubiese resultado más convincente cara a cara. Precisamente por eso, cuesta ver en la cumbre poco más que un intento de castigar a Rusia. China ha criticado la postura de Japón, pero Putin ni siquiera se ha mostrado inquieto. Lo que parece claro es que, de las múltiples medidas punitivas propuestas para aplacarle, la exclusión del G-7 ha demostrado encontrarse entre las menos intimidantes.