Ernesto Cardenal se ha ido, pero ha dejado un profundo legado en tres ámbitos: la literatura, la teología y la política. A ello debe agregarse que él mismo ya se había convertido en un icono. Su rostro con barba y boina negra, siempre vestido con jeans y cotona blanca, y calzado con sandalias, daban de él una imagen inconfundible.
Como la mayor parte del mundo, conocí primero a Ernesto a través de sus poemas y conferencias. A finales de los años ochenta, siendo estudiante de licenciatura, estaba atento a la Revolución Sandinista y sus avatares. En esta había muchas figuras que destacaban debido a su perfil de literatos, artistas o intelectuales, pero entre ellas Cardenal, ministro de Cultura, sobresalía.
Originario de una familia granadina de abolengo, Cardenal se formó en Managua, México, Europa y Estados Unidos, y destacó precozmente por sus inquietudes literarias: empezó escribiendo poemas románticos y después, místicos y revolucionarios. Su ordenación como monje trapense y la mentoría que ejerció en él Thomas Merton en la abadía de Getsemaní en Kentucky fueron determinantes. Como también lo fue su viaje iniciático a Cuba, a partir del cual se convirtió al socialismo y pasó a ser uno de los máximos valedores de la Teología de la Liberación. Posteriormente, la fundación de la comunidad campesina contemplativa llamada Nuestra Señora de Solentiname, en el archipiélago de Solentiname situado en el sureste del Gran Lago de Nicaragua, y su compromiso con el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en la lucha contra la dictadura de Somoza, proyectaron su figura.
Años más tarde le conocí a través de personas interpuestas. Primero fue por mediación del poeta y abogado Alejandro Bravo, que fue colaborador suyo en el ministerio de Cultura y después le gestionó los embrollos legales de la fundación que pretendía mantener su legado de Solentiname y que, como suele ocurrir, se la apropiaron personas con otros fines. Era la alborada de los años noventa y a Ernesto estos conflictos le incomodaban pero le importaban poco, pues lo material nunca le quitó el sueño. En esos momentos su gran pasión era, además de la poesía, la escultura: tenía un taller y una galería donde exponía maderas talladas que reproducían de forma casi etérea la fauna del Gran Lago de Nicaragua y del río San Juan.
Luego mi contacto fue a través de William Agudelo, uno de los cofundadores de la comunidad de Nuestra Señora Solentiname, quien una vez finalizada la revolución creó un centro cultural llamado Coro de Ángeles en el kilómetro 6 de la carretera de Masaya, en Managua, y donde nos reuníamos para participar en debates y cine-fórums y, con discreción, indagar sobre la vida cotidiana en la comunidad campesina que fundaron y en la que quisieron hacer realidad el evangelio de los pobres.
La última vez que conversé con él fue en la capilla de la Universidad Centroamericana de Managua (la UCA), donde junto con su hermano Fernando, jesuita y ministro de Educación durante la Revolución, celebraban misa a petit comité para amigos, conocidos e invitados curiosos conocedores del evento. En estas misas los dos hermanos comentaban críticamente la realidad del país que, en esos momentos, estaba bajo el gobierno corrupto de Arnoldo Alemán. No volví a verlo hasta 2012 en la Universidad de Salamanca, donde yo era profesor entonces, y donde le concedieron el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Ya en ese año Ernesto era una de las voces más críticas del nuevo gobierno de Daniel Ortega, que regresó en 2007 al poder junto con su esposa, Rosario Murillo, quien, por otro lado, siempre tuvo una cierta animadversión para con el poeta granadino. De todas formas, el distanciamiento de Ernesto con el FSLN venía de lejos, desde inicios de los noventa, fruto de la piñata y la progresiva apropiación del partido por parte de Ortega. Este hecho, además, se constató públicamente en su cuarto y último libro de memorias, titulado La revolución perdida, donde criticaba duramente a la nomenclatura sandinista, a Ortega y al orteguismo.
Desde entonces, la figura de Ernesto Cardenal no ha hecho más que crecer. Su legado literario le ha valido para ser propuesto cuatro veces al premio Nobel y acumular una importante cantidad de premios internacionales. Como religioso, su figura está estrechamente vinculada a la Teología de la Liberación, tanto en su momento álgido, representado por su obra Evangelio en Solentiname, como en sus horas más bajas, en las que el papa Juan Pablo II lo suspendió a divinis y lo apercibió públicamente al pie del avión en 1984. Esta suspensión, por cierto, fue levantada el 17 de febrero de 2019 por el papa Francisco.
Finalmente, a nivel político, Ernesto emerge como una figura íntegra y libre de servidumbres y ataduras. Muestra de ello es su posición respecto a la deriva autoritaria del FSLN y del régimen de Ortega, convirtiéndose en una de las voces más críticas a pesar de la coacción de la que ha sido objeto durante los últimos años. Los abucheos y gritos de simpatizantes de Ortega en su funeral dan cuenta de cómo las dictaduras no pueden tolerar las almas grandes. En cualquier caso, seguro que hoy el autor del poema “Oración por Marilyn Monroe” descansa feliz y luminoso.
Descanse en paz.