Por primera vez en su historia, los turcos pudieron elegir de manera directa al presidente de la República. Como indicaban los sondeos, no fue necesaria una segunda vuelta. Recep Tayyip Erdogan, primer ministro desde 2002, eje indiscutible del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), seguirá siendo el hombre fuerte de Turquía.
Erdogan obtiene el 51,8% de los sufragios, aunque es significativa la mejora en la posición de sus adversarios: Ekmeleddin Ihsanoglu, representante de la coalición entre el Partido Republicano del Pueblo y el Partido de Acción Nacionalista, alcanza el 38,4% de votos y, como gran sorpresa, Selahattin Demirtas, del kurdo Partido Demócrata de los Pueblos, se sitúa cerca del 10%.
Bajo el gobierno del AKP de Erdogan, Turquía ha triplicado su PIB, con un crecimiento medio anual del 5% gracias al despegue experimentado por exportaciones y manufacturas. Las condiciones de vida de los ciudadanos con menos ingresos han mejorado de forma notable, representando esta capa social la mayor parte del electorado. Es la principal razón de los analistas para explicar la rotunda victoria Erdogan, pese a las manchas en su carrera y los últimos escándalos.
En el plano internacional, Erdogan ha sido un líder inteligente: supo posicionar a Turquía como un vecino ejemplar en Oriente Próximo y norte de África, una figura a seguir por parte de los islamistas durante la primavera árabe, aunando democracia e islamismo moderado. Se ganó el favor de los países árabes con su apoyo a la causa palestina y la condena a Israel, abandonando las fallidas aspiraciones del país a entrar en la Unión Europea y apostando por un papel más predominante en la región mediante la realpolitik.
En el plano interno, muchas voces lo acusan de ser un líder autoritario e irrespetuoso con la laicidad del país. En 1998, su vida política comenzaba cuando ingresó en prisión por incitar el odio religioso, y ese fue el inicio de numerosos claroscuros que han acabado por emerger. Tras las manifestaciones del parque Gezi en mayo de 2013, su gobierno promulgó una ley que prohibía las manifestaciones pacíficas, además de ordenar a las fuerzas de seguridad cargar contra los manifestantes −“terroristas”, según sus palabras−, ya fueran jóvenes, ancianos o niños con sus padres.
En diciembre de ese mismo año, la tensión siguió in crescendo cuando salieron a la luz una serie de pinchazos telefónicos que revelaban un caso de corrupción donde quedaron implicados el primer ministro y la mitad de su gobierno. La respuesta fue la destitución de más de 500 agentes de policía tras las detenciones de los supuestos corruptos.
El recorte en derechos civiles y el viraje antisecular se amplió con la prohibición de Twitter, Facebook y YouTube; las limitaciones al consumo de alcohol; la prohibición a los médicos de prestar primeros auxilios fuera de un hospital; o la deportación y persecución de periodistas.
El caso Ergekenon contra más de 300 acusados de preparar un golpe de Estado contra el gobierno parecía un modo definitivo de alejar a los militares de la política turca, pero las acusaciones crecientes y cada vez más inverosímiles hicieron ver que no era más que un gran esfuerzo por apartar de su camino a la oposición ante el viraje confesional que tomaba Turquía.
Otras acusaciones contra Erdogan son su victimismo como forma de justificación −los enemigos en su patria y en el extranjero quieren poner fin a sus grandes proyectos para Turquía−, su implacable retórica agresiva y el clientelismo impulsado por su gobierno. Se critica también la hiperconstrucción, las privatizaciones o la gran deuda en cuenta corriente que acumula el Estado.
La cuestión kurda ha sido vital para Turquía y el AKP. Erdogan ha sido el único líder político capaz de impulsar el proceso de paz. Sin embargo, hoy se vive un bloqueo ya que el Partido de los Trabajadores de Kurdistán, liderado por Abdullah Ocalan, considera que el gobierno no ha cumplido con las condiciones del alto el fuego pactadas. Mientras, Erdogan negó haber negociado en secreto con “el líder del terror”, pese a lo que Ocalan pueda afirmar.
En el nuevo funcionamiento de la presidencia, la figura del presidente estará revestida de una gran legitimidad por haber sido elegido democráticamente, compitiendo con el papel del primer ministro. Muchos temen que el poder siga concentrándose en Erdogan: el AKP podría aprovechar su mayoría parlamentaria para modificar la constitución y el conjunto del sistema, pasando de un sistema parlamentario a uno presidencialista liderado, cómo no, por Tayyip, como le llaman sus hombres de confianza.
La moderna República de Turquía fue fundada en 1923 por Mustafa Kemal Atatürk. Erdogan aspira, en un hipotético segundo mandato, a presidir los fastos por el 100 aniversario. El camino del sultán estaría completo.