“Acabaremos con Twitter, no me importa lo que diga la comunidad internacional al respecto. Todos serán testigo del poder de la República de Turquía”. La frase, más propia de un dictador con un director de comunicación incompetente, la pronunció recientemente Recepp Tayip Erdogan, primer ministro turco desde 2003. El 21 de marzo, en un clima caldeado por las elecciones municipales a final del mes y bajo el supuesto de que Twitter violaba la política de privacidad de sus usuarios, las autoridades turcas decretaron su cierre inmediato. La noticia, que ha inflamado la red social, es una muestra del creciente autoritarismo de Erdogan.
La decisión posiciona a Turquía junto a Irán, Corea del Norte y demás censores de redes sociales. Pero no por eso era inesperada. Desde que irrumpieron las protestas en Estambul contra el gobierno de Erdogan hace casi un año, la opinión pública turca se ha polarizado entre los partidarios y detractores del primer ministro. Las redes sociales han desempeñado un papel importante en este conflicto, amplificando la voz de los manifestantes en el parque Gezi y contribuyendo a poner al gobierno contra las cuerdas. Erdogan respondió con gas lacrimógeno y cañonazos de agua.
Ante este trasfondo, el ataque contra las redes sociales se veía venir desde el 6 de febrero, cuando el Parlamento aprobó una ley que arma al gobierno con la capacidad de cerrar webs sin la necesidad de una autorización judicial. La gota que colmó el vaso fue la aparición de una conversación telefónica en la que una voz similar a la de Erdogan discute con su hijo Bilal diferentes opciones para deshacerse de 700 millones de euros. El primer ministro insiste en la falsedad de la grabación, pero eso no ha impedido que se popularice en Youtube. Lo que a su vez ha logrado que la plataforma ingrese en la lista negra del gobierno. Facebook también ha sido amenazada.
El cierre de Twitter tiene dos importantes acontecimientos como telón de fondo. El primero es la corrupción del gobierno turco. El 17 de diciembre, la fiscalía turca arrestó a 51 acusados de corrupción, principalmente políticos y empresarios cercanos al gobierno. Entre los detenidos figuraban tres hijos de actuales ministros. El propio Erdogan, obligado a realizar un cambio de gobierno, se halla en el epicentro de las investigaciones. Entre esa fecha y finales de enero el gobierno ha trasladado de Ankara y Estambul a 5.000 agentes de policía y 200 fiscales y jueces. Los escándalos de corrupción han socavado la credibilidad de las instituciones políticas turcas y de las élites que las gobiernan. Esta pérdida de confianza tiene un precio económico. A finales de enero, Erdem Basci, gobernador del banco central de Turquía, subió los tipos de interés del 7,5 al 12% en un intento de frenar la fuga de capitales al extranjero y la depreciación de la lira.
La segunda es el viraje autoritario de Erdogan. Antes visto como un hombre de Estado capaz de democratizar Turquía y representar un modelo ejemplar de islamismo moderado, el primer ministro se ha convertido en una figura divisoria y agresiva. En Turquía, al parecer, también existe el síndrome de La Moncloa. Este estilo ha costado a Erdogan una pérdida de aliados políticos. Fethullah Gülen, el reconocido intelectual y antiguo apoyo del primer ministro, se ha convertido en su mayor crítico. Actualmente vive en Pensilvania (Estados Unidos), acusado por Erdogan de urdir las acusaciones de corrupción para debilitarle. Abdullah Gul, presidente de Turquía y compañero de partido de Erdogan, también se ha convertido en un rival de peso. Gul esquivó el bloqueo inicial de Twitter para expresar su rechazo a la medida.
A pesar de todo, Erdogan retiene apoyos importantes. La popularidad del primer ministro es considerable, especialmente entre el electorado conservaor. Así lo atestigua la reciente victoria de su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) en la elecciones municipales del 30 de marzo. Los servicios de inteligencia permanecen en manos de Hakan Fidan, cercano al primer ministro. Hüseyin Avni Mutlu, nuevo titular de Interior, apuesta por la mano dura para reprimir el desencanto con el gobierno. Con semejantes apoyos será difícil que el gobierno se derrumbe, pero será fácil que lo haga la reputación de Erdogan.