Nos resulta muy difícil despedirnos de nuestro compañero Josep Piqué. Hay momentos en que las palabras no logran trasmitir el profundo sentimiento de pérdida y tristeza que nos embarga a todos, pero sí queríamos dedicarle un especial recuerdo en este espacio tan querido para él. Un espacio de diálogo, de debate, de encuentro y rigor intelectual. En realidad, adjetivos todos ellos que definen muy bien a Josep y que siempre le acompañaron en su aproximación al mundo, a la política, a la sociedad y a todos nosotros.
Política Exterior ha sido uno de sus últimos y más queridos proyectos. Era su consejero delegado y editor, pero lo era de verdad. Se involucró a fondo en la revista desde el primer momento, tanto para dirigir las reuniones y discusiones que marcarían la línea editorial, como para defender la viabilidad y continuidad de un instrumento que consideraba tan necesario como atractivo. Fue a visitar a todos los que, de alguna forma, podían ayudar a que este espacio de reflexión internacional siguiera adelante con libertad y solvencia crítica. No le desanimaron las palabras de ánimo, sin ayudas concretas, que tantas veces le tocó escuchar, pero lo que, quizá, más nos impresionaba de él era cómo seguía al frente de todas y cada una de las reuniones que convocaba. Apenas sin voz y ya sin fuerzas participó, opinó y dirigió la última reunión del consejo de administración del pasado día 31 de marzo y un día antes que nos dejara enviaba sus comentarios por correo electrónico sobre el índice del próximo número. Ese era Josep Piqué.
En estos últimos días hemos tenido la oportunidad de leer algunas reflexiones sobre su trayectoria y personalidad, todas ellas acertadas y llenas de matices, que nos han permitido acercarnos a su legado. Quizá la primera aproximación, la que más ligada está a sus orígenes, a su tierra, es la de haber sido un catalán universal. No solo por su vocación internacional, sino por haber entendido siempre que la identidad no limita ni empequeñece, que lo identitario es un rasgo que nos enriquece y singulariza en un mundo que no es, ni pretende ser, homogéneo. Esta especial posición le llevó a no ser, con frecuencia, bien comprendido pero, por esta misma razón, desarrolló un rasgo de su carácter que mantuvo hasta el último día: su autonomía y libertad. Esa autonomía y libertad que lo hacía especialmente atractivo en los foros en los que participaba, al igual que era garantía del interés que suscitaban sus intervenciones.
Precisamente de ahí derivaba su talante afable, medido y respetuoso. Era capaz –algo no siempre frecuente– de atenderte con atención y no estar de acuerdo contigo, de rebatir tus argumentos con una sonrisa y con respeto. Era capaz de aceptar que se había podido equivocar. Con humildad y sin aspavientos, siendo consciente de que las circunstancias del momento te pueden llevar a tomar decisiones que, con la perspectiva del tiempo, te hubieran llevado a otras diferentes. Como a todos nosotros. Nos unía el haber actuado poniendo siempre por delante el interés general de España, en circunstancias a veces favorables pero, casi siempre, muy difíciles. Vocación de servicio público, sentido de Estado, serían otras de las definiciones que describirían muy bien su trayectoria, como también la de su capacidad para llegar a acuerdos.
En este punto, quisiéramos recordar que fue el impulsor del proyecto más ambicioso que se ha puesto en marcha con el acuerdo de las dos grandes fuerzas políticas de entonces, el Real Instituto Elcano. España necesitaba un centro de pensamiento, un think tank, que perdurara en el tiempo, más allá de las coyunturas políticas, que involucrara a la jefatura del Estado y que asegurara la pluralidad que refleja nuestro país. Después de muchos años de esfuerzo colectivo, lo hemos conseguido.
Josep Piqué fue un excelente ministro de Asuntos Exteriores. Un europeísta convencido que gestionó con éxito la segunda presidencia que ejerció España del Consejo de la Unión Europea entre enero y julio de 2002. Fue una personalidad con gran visión y todos le debemos su apuesta por reforzar nuestra relación con Asia-Pacífico.
Fueron muchas las actividades y, junto a ello, muchos los logros al frente de sus responsabilidades políticas, pero –estamos convencidos– que por lo que le gustaría ser recordado es por su defensa de los valores y principios en los que creía, así como por su pasión en lograr un consenso en torno a los mismos.
Quizá por todo ello tenía esa fuerte vocación internacional, ese sentimiento europeísta tan arraigado, esa permanente curiosidad intelectual por investigar qué estaba ocurriendo, qué iba a ocurrir. Leía y estudiaba todos los temas que le llamaban la atención y quería, al tiempo, escribir sobre ellos, profundizar en los mismos, entender que estaba pasando. Estaba particularmente atento a los retos geopolíticos de este mundo cambiante, en el que el vértigo de las profundas transformaciones que estamos viviendo aún conviven con los pilares de un pasado que se empieza a desdibujar con fuerza. La perspectiva de nuestra edad nos permite ser benevolentes con el futuro que está por venir, sin renunciar a lo logrado. Creemos que Josep supo abordar todo ello con brillantez y generosidad.
Muchos sabíamos que luchaba cada día contra la enfermedad y nos llamaba la atención que, aún así, siguiera trabajando de manera incansable. Algunos pensarán que lo hacía, precisamente, para luchar contra la enfermedad, pero quizá también fuera para poder dejar su legado hasta su último aliento. Porque Josep era así, despierto, trabajador y con gran curiosidad intelectual. Los que lo queríamos nos preguntábamos por qué decía siempre que sí a participar en una mesa redonda, en cualquier iniciativa o proyecto, cuando apenas le quedaban fuerzas. Y la respuesta era su fuerte compromiso con la política, con el mundo en el que creció y con la sociedad emergente en la que quería intervenir.
Es difícil despedir a Josep, pero es fácil recordarlo. Por todo lo bueno que nos ha dejado.