Las elecciones generales del 1 de julio en México serán una prueba de fuego de la funcionalidad de las instituciones democráticas del país. Esto deriva del peso institucional que emerge de las primeras elecciones tras la reforma electoral (2012-2013), que dio como resultado la recentralización de los comicios en la figura del Instituto Nacional Electoral (INE), además de la incorporación de nuevas formas de participación política como los candidatos independientes, el registro de nuevos partidos, la restructuración de los procesos de fiscalización y la reelección para diputados y presidentes municipales. En este contexto, los poco más de 88,5 millones de mexicanos inscritos para votar determinarán la renovación de los cargos de elección popular en los tres niveles de gobierno, iniciando por el presidente, los 500 diputados federales, los 128 senadores, ocho gubernaturas y el jefe de gobierno de la capital del país, y 30 entidades que renovarán sus ayuntamientos municipales y congresos locales, lo cual supone un escenario de gran complejidad y demanda un esfuerzo institucional sin precedentes.
El proceso electoral a nivel presidencial ha mantenido una competencia focalizada en cuatro candidatos, asegurando una de las competencias más complejas en la historia del México contemporáneo. Para entender esta complejidad es preciso señalar tres elementos. El primero refiere a las contradicciones ideológicas de las coaliciones y a la democracia interna de los partidos políticos. El pragmatismo político observado durante la etapa de precampañas, iniciado en diciembre de 2017, estuvo protagonizado por tres coaliciones electorales: la Coalición por México al Frente, integrada por el Partido Acción Nacional (PAN), el Partido de la Revolución Democrática (PRD) y el Movimiento Ciudadano (MC), con Ricardo Anaya como candidato; la Coalición Todos por México, compuesta por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido Verde Ecologista de México (PVEM) y el Partido Nueva Alianza (PANAL), con José Antonio Meade como el candidato de perfil técnico; y la Coalición Juntos Haremos Historia, integrada por el Partido del Trabajo (PT) y los partidos nuevos, el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) y Partido Encuentro Social (PES), con Andrés Manuel López Obrador, quien por tercera ocasión se presenta como candidato presidencial, ahora con otro partido.
En términos generales, la conformación de las coaliciones evidencia el pragmatismo ideológico de los partidos políticos, que, por un lado, articula a los partidos tradicionales como Acción Nacional (a la derecha del espectro político) y el Partido de la Revolución Democrática (en el centro izquierda), y por otro, a los partidos de nueva creación MORENA (claramente a la izquierda) y Encuentro Social (ampliamente conservador). En este sentido, a pesar de la clara incompatibilidad ideológica de estas fuerzas políticas, las coaliciones evidencian una manifestación de dos proyectos políticos más amplios que tienen que ver tanto con la continuidad como con el cambio del sistema político.
La selección de los candidatos presidenciales manifestó una clara división interna de los partidos tradicionales como el PAN y el PRD. La fragmentación interna de Acción Nacional quedó patente en la pugna entre el reconocimiento como candidato del presidente del partido, Anaya, y el desafío de Margarita Zavala, quien, ante la falta de procesos democráticos de la organización, decidió lanzarse como independiente al amparo del expresidente Felipe Calderón. Zavala ha acabado obteniendo, formalmente, su registro como candidata a la presidencia. Decisión que generó una fractura de la estructura del partido y promovió una alianza electoral con el PRD. Coalición que, a su vez, está relacionada con la salida de López Obrador y la creación de MORENA, lo cual supuso una pérdida de apoyos electorales para el PRD en las elecciones intermedias de 2015.
Finalmente, los candidatos independientes como Jaime Rodríguez Calderón, alias Bronco, Armando Ríos Piter y la candidata de representación indígena María de Jesús Patricio Martínez no obtuvieron las firmas necesarias para registrarse como candidatos presidenciales, aunque se encuentran a la espera de la resolución del Tribunal Electoral. En este punto cabe señalar que la legislación actual hace más viable la consecución de firmas necesarias para la creación de un nuevo partido político que para participar como candidato independiente.
Estas dos consideraciones llevan al segundo elemento para entender el proceso electoral: la propia campaña, que comienza el 30 de marzo. El debate subyacente en esta será, más allá de la sucesión del poder presidencial, la disyuntiva entre continuidad o cambio en un sistema político que da muestras claras de desgaste y fallos de operatividad democrática.
En este sentido, la relevancia del proceso electoral pone encima de la mesa, primero, la emergencia del voto joven (entre 18 y 23 años), que asegura casi 13 millones de posibles apoyos a disputar. El segundo centra la atención en los grandes problemas del país promovidos por la mala gestión del actual presidente, Enrique Peña Nieto, del PRI. Entre ellos destaca la corrupción de la clase política en todos los niveles (alcaldes, gobernadores y el propio presidente, por presuntos conflictos de interés); la violencia generalizada y el crimen organizado, en auge desde el sexenio anterior del PAN con Calderón; la impunidad; la creciente desigualdad; las reformas energéticas promovidas por el Pacto por México; las relaciones internacionales y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con Estados Unidos y Canadá; así como el protagonismo de la justicia y la intromisión del Estado en los procesos electorales, como evidencia el caso de Anaya, presunto cómplice en un delito de lavado de dinero.
Como resultado de lo anterior, el tercer punto de discusión gira en torno al discurso del cambio de régimen y la cristalización democrática. Este último elemento está relacionado con el proceso de polarización que vive el sistema política mexicano desde hace décadas. Por un lado tenemos la continuidad del sistema político y la estabilidad de las políticas económicas y sociales, legado defendido por por la coalición del PRI-PVEM-PANAL, y en cierta medida por la coalición PAN-PRD. Por otro, la defensa de un cambio político, económico y social, ámbito de la coalición MORENA-PES-PT. En un primer momento, a principios de siglo, esta pulsión de cambio cristalizó en la alternancia. Sin embargo, el continuismo de las instituciones hijas de un sistema hegemónico que abarcó casi todo el siglo XX, las disputadas elecciones de 2006 y los presuntos fraudes que en ella se dieron –el PAN mantuvo el poder ejecutivo– y las elecciones de 2012 que le dieron el triunfo al PRI, todo ello ha provocado el crecimiento del desencanto y el hartazgo, convulsionando a la sociedad mexicana.
Las encuestas sobre las preferencias electorales, según lo registrado por el INE hasta inicios de marzo, indican campañas centradas en la disputa de tres fuerzas políticas, aunque dos con mayores posibilidades (PAN-PRD y MORENA-PT-PES), lo cual promueve un escenario similar al de 2006 en términos de polarización, y más similar al 2012 en términos de competitividad. Las presidenciales de este año, a pesar de otorgarle el virtual triunfo a López Obrador, quien ha sumado a su causa a militantes de los partidos tradicionales, entre los que destacan actores de todas las corrientes políticas, así como empresarios y amplios grupos sociales, dejan más preguntas que respuestas sobre el desarrollo del sistema político actual.
La democracia mexicana encuentra en estas elecciones un momento nodal de decisión sobre dos rumbos: uno que promueve la profundización democrática del sistema y otro que implica un retroceso ocasionado por la falta de certeza en el cumplimiento de las reglas de competencia en democracia. Y ello en un contexto marcada por la incapacidad del sistema político de proveer las garantías básicas de bienestar para sus ciudadanos y las necesarias para un proceso electoral libre de la injerencia de los poderes del Estado.