Comencemos con una buena noticia: se ha roto una tendencia histórica que perseguía en forma de paradoja al Parlamento Europeo desde hace décadas: conforme más poder ha ido obteniendo, menos ciudadanos han participado en las elecciones a la Eurocámara. La participación ha bajado sistemáticamente desde las primeras elecciones de 1979 (61,99%) hasta las de 2009 (43%). Pues bien, anoche terminó este ciclo, con un 43,1%. Es tan solo una décima más que en 2009, pero la ruptura de la tendencia histórica es importante para la moral del Parlamento. Sobra recordar que la fortaleza de la única institución europea elegida directamente por los ciudadanos reside precisamente en atraerlos el día D.
La mala noticia es que es muy probable que este cambio de tendencia se deba a la movilización de aquellos que quieren destruir la Unión Europea, comenzando por su Parlamento, sin renunciar, eso sí, a sus sueldos, dietas y gastos. Escucho voces que señalan la novedad de los candidatos a presidir la Comisión Europea como la causa del dato no tan malo (a nivel europeo) de la participación. Sin embargo, es ingenuo pensar que esto sea la verdadera causa del cambio de tendencia.
El avance de los partidos antieuropeos, un conglomerado plural con un componente anti-establishment aglutinador, ha sido formidable. Francia es, sin duda, el ojo del huracán. En el país fundador del proyecto europeo, cuna de Jean Monnet, ha triunfado una candidata que quiere sacar a Francia del euro y garantizar que los trabajos en Francia sean para los franceses. Si ha ganado las europeas, podrá en su día ganar las presidenciales. Es un problema para los franceses, pero sobre todo para los europeos, castigados por los nacionalismos y las guerras como ninguna otra región de la tierra.
El avance populista se completa con la victoria de UKIP en Reino Unido. Londres es la urbe más cosmopolita de Europa y, sin embargo, ha ganado un partido con tics racistas. En Dinamarca ha ganado también el Partido Popular (que no tiene que ver con el Partido Popular Europeo), un recordatorio para quienes culpan solamente a la crisis y el euro de la emergencia del antieuropeísmo. En Hungría Jobbik ha quedado segundo. En Grecia, Finlandia, Holanda y Austria han sido terceros. Su reto ahora reside en lograr formar un grupo político en la Eurocámara (deben juntar como mínimo 25 diputados de al menos siete países distintos) a pesar de su heterogeneidad. Creo que lo lograrán.
La gran incógnita poselectoral es quién será el próximo presidente de la Comisión Europea y qué mayoría parlamentaria lo elegirá. Recordemos: las reglas dicen que el Consejo propondrá un candidato teniendo en cuenta los resultados electorales y el Parlamento Europeo lo elegirá por mayoría absoluta de sus votos. Dados los resultados, ¿qué candidato puede lograr el apoyo de 375 diputados?
Ni un potencial bloque de derechas o izquierdas lograrían esa mayoría, salvo escenarios bastante impensables (que el conglomerado antieuropeo votara por Jean-Claude Juncker, por ejemplo). La idea de una gran coalición (populares, socialistas y liberales) es la más probable a día de hoy, aunque está por ver quién será el elegido para presidir la Comisión. Juncker tiene a su favor la victoria del Partido Popular Europeo y que no genera tantos rechazos como Martin Schulz (renegado hasta por los laboristas británicos, aunque sea mejor candidato a presidente que el luxemburgués). Sin embargo, es probable que se cumpla la peor pesadilla: que finalmente un candidato no oficial se haga con la presidencia. Esto facilitaría que los adversarios en el Parlamento Europeo apoyaran a alguien contra el que a fin de cuentas no han hecho la campaña. Hagan sus apuestas.
Carlos Carnicero Urabayen es politólogo y Máster en Política y Gobierno de la UE por la London School of Economics.