Elecciones en Francia: 2017 no es 2002

Jorge Tamames
 |  15 de febrero de 2017

Talleyrand comentó acertadamente que los reyes borbones “no aprendieron ni olvidaron nada” de su exilio durante la Revolución francesa. Dos siglos después de que la formulase, la observación del obispo convertido en diplomático continúa siendo aplicable a las élites europeas. Tras fracasar prediciendo el Brexit y la elección de Donald Trump, columnistas y dirigentes políticos están apostando por la misma estrategia fallida: alertar de los peligros del populismo xenófobo, ignorar las fuentes de su fortaleza electoral y, con ello, aumentar sus posibilidades de éxito.

Francia amenaza con convertirse en su siguiente víctima. El país celebra elecciones presidenciales el 23 de abril y el 7 de mayo (la primera ronda enfrenta a un amplio abanico de candidatos; la segunda, solo a los dos más votados). Las encuestas colocan al Frente Nacional de Marine le Pen como el ganador de la primera ronda, rondando un 27% en intención de voto. Pero que no cunda el pánico. “El miedo al triunfo de Le Pen es infundado”. El FN caerá en la segunda vuelta, igual que en 2002, cuando Jacques Chirac aplastó a Jean-Marie Le Pen con un 82% del voto.

Sin embargo, 2017 no es 2002. Una victoria de Le Pen no es tan improbable como se tiende a pensar. La cuestión es si las élites galas son capaces de asumir lo que esto implica: que el status quo al que se aferran se ha vuelto insostenible.

En primer lugar, Le Pen hija es más sutil que su padre, un racista declarado que cometió crímenes de guerra en Argelia y despachó el Holocausto como “un detalle de la historia”. La líder del FN envuelve su nacionalismo en un discurso inquietantemente progresista, defendiendo la soberanía económica de Francia y clamando contra los tratados comerciales que aprueba la Unión Europea. Se trata de una estrategia de márketing: como señalan los expertos en el partido, la agenda extremista del FN apenas ha cambiado.

La segunda diferencia tiene que ver con los adversarios de Le Pen. El ex primer ministro François Fillon, católico conservador, duro en inmigración cual sucedáneo del FN y amante de la austeridad, es un candidato desastroso. Las acusaciones de que desvió casi un millón de euros de dinero público para su mujer e hijos le han hundido. “La moralidad es el pilar de su campaña,” explica el profesor de Sciences Po Bruno Caurès al Financial Times. “Es difícil ver cómo puede continuar”. El aura de inevitabilidad que Fillon proyectó en torno a su candidatura se ha desintegrado. Su caída en desgracia, en un escándalo que ejemplifica los privilegios absurdos de la clase política francesa, es música para los oídos de Le Pen.

 

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La implosión del centro-derecha abre el campo para la izquierda. Pero el Partido Socialista se encuentra en estado crítico. Tras cinco años de gestión chapucera, François Hollande se ha convertido en el presidente más detestado en la historia de la quinta república. Hollande ha rechazado presentarse a la reelección, y los candidatos del centro-izquierda han roto con su legado.

El primero entre ellos es Emmanuel Macron, al que las encuestas otorgan más del 20% del voto y la prensa, tras descartar a Fillon, está aupando como próximo président. El exministro de Finanzas ha lanzado un movimiento que no es “ni de izquierdas, ni de derechas”. Su ruptura con el infeliz Hollande es en las formas antes que en el fondo: Macron es joven, carismático y elegante, pero sus propuestas económicas, de corte neoliberal, generaron una ola de protestas en las calles francesas. El principal problema es que es un recién llegado, intentando hacer campaña y gobernar sin un partido a sus espaldas. Cualquier escándalo o traspié podría revertir su auge, convirtiéndolo en una moda fugaz.

Detrás de Macron llega Benoît Hamon, el candidato oficial del PS, que ganó las primarias de su partido tras romper con las políticas de austeridad de Hollande, proponiendo una renta universal básica e impuestos a la inteligencia artificial. Hamon tiene difícil pasar a la segunda vuelta, a menos que sume sus fuerzas a las de otros candidatos en la izquierda francesa. Su principal competidor es Jean-Luc Mélenchon, candidato de Francia Insumisa, al que los sondeos otorgan más el 10% del voto. Mélenchon espera que la frustración del electorado con la política económica de Hollande decante a los votantes socialistas hacia su programa anti-austeridad. Tanto Mélenchon como el ala moderada del PS representan obstáculos considerables a la articulación de una alianza progresista.

En último lugar, la encrucijada de Francia es estructural además de coyuntural. Esta realidad es más patente hoy que hace 15 años. Es la variable clave en las elecciones, y no está recibiendo la atención que merece.

El Estado francés en la posguerra estaba marcado por el dirigismo económico que le imprimieron Charles de Gaulle y sus herederos en la izquierda y la derecha. La tradición intervencionista se abandonó en 1983, cuando François Mitterrand y el PS adoptaron una política socioliberal. Desde 2010, la zona euro, coordinada desde Berlín, ha reforzado esta deriva neoliberal. La desigualdad, la desindustrialización y la precariedad han generado resentimiento hacia un establishment político endogámico, tanto entre las clases trabajadoras, cada vez más receptivas al discurso de Le Pen, como entre las comunidades inmigrantes, cuya exclusión en banlieues se ha convertido en una receta para la radicalización y el terrorismo. El FN obtiene su fuerza electoral de esta mezcla tóxica. Modificar tímidamente el status quo no detendrá su crecimiento.

Por su peso en la UE y su posición económica, Francia está llamada a jugar un papel destacado en la reforma del proyecto europeo. Mientras no lo haga, la única alternativa al impasse actual será la agenda de Le Pen. Si las élites francesas insisten en no aprender nada, despejarán el camino al poder de la extrema derecha.

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