La primera ronda de las elecciones presidenciales de Afganistán, celebrada a principios de abril, fue recibida como un acontecimiento esperanzador en un país que avanza lentamente hacia un futuro mejor. La segunda ronda, concluida el 14 de junio, ha resucitado los fantasmas del pasado. Trece años después de la intervención militar de Estados Unidos, 18 del comienzo del gobierno talibán, y 25 desde la retirada de las tropas de ocupación soviéticas, el país permanece en su habitual estado de caos.
La inestabilidad se refleja en un número: dos, el de supuestos ganadores de las elecciones. Los resultados preliminares apuntan a una victoria de Ashraf Ghani, el antiguo técnico del Banco Mundial. Su rival, Abdulá Abdulá, denunció la elección como fraudulenta el 14 de junio y se niega a aceptar estas conclusiones. El 8 de julio, Abdulá proclamó su victoria electoral.
Aunque los gestos de Abdulá –denunciar el fraude electoral y cuestionar la neutralidad de la Comisión Electoral Independiente– puedan resultar sospechosos, los precedentes también lo son. En las elecciones de 2009, Hamid Karzai, en el poder desde 2001, ganó unos comicios claramente amañados. Con un proceso de auditoría sobre la marcha, Afganistán cuenta con poco tiempo para alcanzar un consenso de mínimos respecto a una situación tan delicada. Aunque Ghani ha apoyado la auditoría, insiste en que la toma de posesión del nuevo presidente, programada para el 2 de agosto, no se puede retrasar.
Más allá de la existencia o no de fraude, el resultado de las elecciones revela un país profundamente dividido por zanjas étnicas y culturales. Aunque Helena Malikyar opina que la etnicidad está perdiendo peso como factor identitario, la realidad indica que sigue siendo un elemento importante. Como señala Íñigo Sáenz de Ugarte, “los uzbekos votan a uzbekos, los pastunes a pastunes, los tayikos a tayikos, y los hazaras (chiíes) reparten sus votos entre varios”.
Ambas campañas ejemplifican este hecho. Ghani, cuyo pasado tecnócrata exigía un compañero de fatigas con gancho, reclutó como número dos a Ahmed Rashid Dostum, un antiguo señor de la guerra acusado de cometer crímenes de guerra durante el conflicto civil afgano. La maniobra también estaba destinada a reforzarle entre la comunidad uzbeka, a la que pertenece Dostum (Ghani es miembro de la etnia pastún, mayoritaria en el sur y el este del país). Abdulá, que es mitad pastún y mitad tayiko, recibe el apoyo de estos últimos en el norte y oeste del país. El mapa identitario de Afganistán es demasiado complejo como para resumirlo adecuadamente en unos pocos párrafos. La cuestión es que tiene un impacto determinante a nivel político.
La situación actual es potencialmente volátil, porque Abdulá conserva aliados de peso. Uno de ellos es Amullah Saleh, exjefe de Amaniyat, el servicio de inteligencia afgano. Otro es Mohamed Nur, el poderoso gobernador de la provincia de Balj. Nur, que apoyó a Abdulá en las elecciones de 2009, es tayiko y formó parte de la Alianza del Norte, luchando primero contra la Unión Soviética y después contra los talibanes. Los partidarios de Abdulá han apoyado las protestas contra los resultados, mencionando incluso la necesidad de “resistir” ante el resultado original de las elecciones.
Como señala Luis Andrés Bárcenas, el sucesor de Karzai habrá de hacer frente a la insurgencia talibana, llegar a un acuerdo con Estados Unidos respecto a la permanencia (o no) de soldados americanos en suelo afgano, y promover el desarrollo económico de un país en el que la falta de oportunidades alimenta el extremismo. Es un abanico de problemas imponente. En la tarea en la que más destacó Karzai, apunta Bárcenas, fue en la de comportarse como un «malabarista» capaz de balancear los múltiples intereses opuestos a los que hacía frente. El siguiente presidente tendrá que esforzarse aún más por mantener un mínimo de concordia, especialmente tras un resultado electoral tan divisorio. A la espera de que la auditoría concluya, la seguridad de Afganistán continúa siendo extremadamente frágil.