europa china
Vista general de las banderas de la UE y China durante la Cumbre UE-China celebrada por videoconferencia en Bruselas, Bélgica, el 1 de abril de 2022. GETTY

El vector Europa-China o cómo evitar una nueva guerra fría

La prueba del algodón de la verdadera autonomía estratégica de la Unión Europea serán las relaciones con China, donde los europeos deberán demostrar si son capaces de ser esa ‘potencia de equilibrio’ en un mundo convulso.
Ibán García del Blanco y Javi López
 |  18 de abril de 2022

En el prólogo de Por qué Occidente manda (por ahora), publicado en 2014, Ian Morris realiza un ejercicio de ucronía de lo más chocante: la escena se sitúa en la entrada londinense del Támesis, en la que una humillada reina Victoria se apresta a rendir homenaje en el muelle a los victoriosos barcos chinos que vienen a certificar la derrota del Imperio británico y el comienzo de un protectorado chino que durará décadas. El impactante comienzo nos permite, como occidentales, entender mejor el sentimiento de revancha histórica que inunda el imaginario colectivo chino, resumido en el concepto del “siglo de la humillación”. La revancha no se sustancia en ninguna factura que pasar a los antiguos colonizadores, sino en el convencimiento de que China debe volver al lugar que ocupó durante milenios y del que el siglo de humillación fue solo una anomalía histórica. No se trata solo de adquirir más prosperidad y peso en el mundo, sino de ocupar en justicia lo que están convencidos de que les corresponde.

Europa debe aprender a mirar el mundo con ojos ajenos si quiere convertirse en un operador geopolítico eficaz. Desde la última gran guerra, el Viejo Continente ha pasado de significar un cuarto de la población del planeta a concentrar un 5% de su población. En ese ejercicio de realidad y empatía en pro de la defensa de intereses y valores legítimos, uno de los mayores retos a los que se enfrenta Occidente –y que interpela directamente a los europeos– es aprender a asimilar la llegada de China al pódium del poder global.

Con los datos en la mano, es difícil negar que el convencimiento chino contenga algo de razón. Con una cultura de 4.000 años de Historia y 1.300 millones de personas –uno de cada seis ciudadanos del planeta–, ¿cómo no va a aspirar China a actuar como una gran potencia global? A partir de Deng Xiaoping, China ha dado el salto desde el aislamiento a la competencia directa con Estados Unidos por la hegemonía económica mundial, transformando el comunismo chino en un modelo propio que combina dirigismo estatal y gobierno de partido único con la integración en el mercado capitalista mundial.

 

«Una de las características chinas es su confuciana relación con el tiempo, difícil de comprender por un Occidente con democracias flexibles con elevada adaptabilidad, pero con sociedades mediadas por la inmediatez»

 

El país ha vivido décadas de inversión en capital humano, cooperación con capital extranjero y apuesta por la innovación y la tecnología, todo bajo una suerte de planificación estratégica a largo plazo. Una de sus peculiares características es su confuciana relación con el tiempo, difícil de comprender por un Occidente con democracias flexibles con elevada adaptabilidad, pero con sociedades mediadas por la inmediatez. El Estado chino no solo compite globalmente, sino que se jacta de proveer seguridad económica y física a sus ciudadanos, en busca de esa sociedad “moderadamente próspera” de la que habla Xi Jinping y que ha logrado sacar a más de 400 millones de personas de la pobreza. Al mismo tiempo, ante el altar del progreso, China sacrifica derechos individuales innegociables para nuestro universalismo, como si de un ritual colectivista se tratase.

Objetivar factualmente sus avances siempre conlleva una mezcla de impresión, respeto y miedo. En el reverso de la moneda, por supuesto, se halla la falta de libertad individual y un agravado retroceso en la observancia de los derechos humanos. Son igualmente merecidas las críticas y prevenciones alrededor de la competencia desleal estatalizada o la reproducción, en su desempeño económico, de tics agresivos de superpotencia. Comportamientos que con anterioridad ya hemos visto en otros poderosos agentes globales.

 

Imaginar el día de mañana: China

EEUU continúa ostentando la primacía mundial y es, por supuesto, la democracia más influyente y poderosa del mundo. Es un aliado esencial para Europa en materia de seguridad y defensa, para llevar a cabo las necesarias regulaciones de la globalización y también en el ámbito de la imperiosa protección de la democracia como forma de gobierno. La llegada de Joe Biden a la presidencia del país y la guerra en Ucrania han revitalizado los lazos trasatlánticos y recordado a ambos socios cuán importantes son sus relaciones. La agresión ilegal e injustificada de Vladímir Putin ha sido capaz de revitalizar a una OTAN en plena crisis de identidad tras 30 años del final de la guerra fría. La Alianza y el paraguas transatlántico se tornan en insustituibles para garantizar la seguridad de Europa, y la estabilidad de Europa se reivindica como fundamental para el propio EEUU tras años de reenfoque hacia Asia. Reconocer esta capital importancia, sin embargo, no debe hacer olvidar la presidencia de Donald Trump y sus nefastas consecuencias para las relaciones transatlánticas. La convulsa política interna estadounidense no garantiza que no tengamos nuevos Trump en el futuro, una contingencia para la que los europeos deberíamos estar preparados.

Por todo ello, la coordinación frente a la amenaza rusa demanda reforzar nuestros instrumentos de seguridad y defensa, y la asistencia financiera y militar a Ucrania. Es necesario hacer todo lo posible para parar la guerra y sus atrocidades, pero al mismo tiempo la crisis empuja a la Unión Europea a desarrollar pensamiento estratégico y lógica de poder, y eso obliga a imaginar el día después del fin del conflicto y complejizar nuestro análisis del mundo que emerge. Y para ello no se puede proyectar ningún futuro sin tener en cuenta a China. No en 2022.

 

«Es necesario reconocer que el Imperio del Centro puede ser un protagonista insustituible en la búsqueda de una solución al conflicto en Ucrania, quizá el único con capacidad de influir a corto plazo en un Putin»

 

Rusia y China han sellado una alianza estratégica que pretendía reforzar el papel regional de la primera y el papel global de la segunda. Una alianza a la que es probable que Washington haya contribuido con su agresiva política de contención hacia China. Es difícil pensar que Putin haya dado el paso de invadir Ucrania sin el conocimiento de Pekín. La neutralidad de los chinos en favor de Moscú probablemente encajase con comodidad en un rápido golpe de mano regional sin un gran derramamiento de sangre que desembocara en un limitado reacomodo de equilibrios. Esos cálculos, que probablemente fuesen los de Putin, se han demostrado categóricamente erróneos. Llevamos semanas de guerra, con decenas de miles de muertos, millones de desplazados, una nueva crisis económica global en el horizonte y una resistencia ucraniana que parece muy lejos de cejar, lo que requiere nuestra firme ayuda.

Luego está la poderosa reacción de la UE y la revitalización de la OTAN –lo que refuerza, obviamente, el papel de EEUU–. Esto supone una pesadilla estratégica para China, que fía en la estabilidad y el comercio global el crecimiento que necesita para engordar su poder. Sin embargo, no parece que la diplomacia china se vaya a mover de una medida equidistancia pública, pero podría tener la capacidad de empujar a Rusia para buscar una salida diplomática “honrosa”. Es necesario reconocer que el Imperio del Centro puede ser un protagonista insustituible en la búsqueda de una solución al conflicto en Ucrania, quizá el único con capacidad de influir a corto plazo en un Putin que se ha demostrado que no opera bajo frías lógicas de coste y beneficio. Al mismo tiempo, en su reverso, China podría optar por circunvalar las sanciones occidentales, enfrentándose a Europa y EEUU y aumentando sus lazos con Moscú. Dicha disyuntiva condicionará la relación entre Europa y China. Este fue el principal mensaje de Bruselas en la cumbre UE-China celebrada el 1 de abril.

Es probable que la guerra en Ucrania se extienda en el tiempo, por lo que tenemos la obligación de pensar a través de ella y más allá de ella. La OTAN ha renovado su sentido y el paraguas transatlántico se hace imprescindible en materia de seguridad y como espacio para reivindicar con firmeza la democracia liberal como forma de gobierno, pero sería muy contraproducente que el escenario actual nos empujara al mundo binario que en ocasiones pretende dibujar Washington, un mundo dicotómico que usa como ariete la democracia para confrontar con Pekín en la lucha por la hegemonía mundial. Ese tortuoso camino, con lógicas propias de la guerra fría que deja a Europa relegada a poder subalterno y sin capacidad de captar el colorido mundo multipolar del siglo XXI no es un camino que los europeos debiéramos querer recorrer.

 

«La tentación de situar el mundo en una lucha entre la luz y las tinieblas, que enmascare una pugna por la primacía del poder global, es tan poderosa como peligrosa»

 

La tentación de situar el mundo en una lucha entre la luz y las tinieblas, que enmascare una pugna por la primacía del poder global, es tan poderosa como peligrosa. Frente a dicha tentación, Europa debiera encontrar su propio camino, que haga compatibles nuestros vínculos transatlánticos y el idealismo universalista con el reconocimiento de la alteridad y el método multipolar. En este sentido, es clave de bóveda que la divisoria que tracemos sea entre aquellos actores que acepten estar regidos por normas internacionales y los que pretendan volver a dirimir diferencias mediante el poder de la fuerza. Esa es la divisoria que pudiera empujarnos a dinámicas cooperativas, frente a la actual competición de alto voltaje. Ese espacio propio solo puede recorrerse desde nuestra autonomía estratégica: la voluntad de construir posiciones propias, defenderlas con capacidades propias y hacerlo mediante alianzas propias. Sin duda, la prueba del algodón de nuestra verdadera autonomía estratégica serán las relaciones entre Europa y China. Unas relaciones en las que demostraremos si somos capaces de ser esa “potencia de equilibrio” que proclamamos querer ser.

Bruselas ha calificado a China, con acierto, como “un socio cooperador, con el cual la UE tiene objetivos estrechamente alineados, un socio negociador, con el que la UE tiene que encontrar un equilibrio de intereses, un competidor en la búsqueda del liderazgo tecnológico, y un rival sistémico que promueve modelos alternativos de gobernanza” (informe Mogherini, 2019). Gestionar con eficacia esta multiplicidad de facetas, ahondar en los espacios constructivos y programas de confluencia, mientras se aborda con franqueza el diálogo es la mejor herramienta para convertir la diplomacia europea en un amortiguador en un mundo en convulsión. Al mismo tiempo, nos permite señalar con fiereza a aquellos que significan una verdadera amenaza a nuestra seguridad nacional y promueven la injerencia en nuestras democracias. De esta forma, dejaríamos de compactar una alianza asiática Moscú-Pekín, que colisiona directamente con los intereses estratégicos de Occidente. Algo que el propio HenryenryHenry Kissinger ya entendió en el siglo XX.

La UE ha demostrado ser un gigante económico y regulatorio; la vuelta de la guerra a suelo europeo debe empujar el nacimiento de un verdadero actor geopolítico asertivo. Una Europa autónoma en defensa en un mundo multipolar regido por normas, que contribuya a la reconstrucción de las instituciones multilaterales y que tenga como ideal normativo la paz y la convivencia kantiana. Un mundo más seguro, libre de las tensiones de una nueva guerra fría. Para ese empeño, deliberar y ponderar nuestras relaciones con China será una tarea crucial.

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