Un líder en el Kremlin imprudente, autoritario y con armas nucleares significa que no hay buenas soluciones para la crisis de Ucrania. Ante los riesgos nucleares inherentes a este escenario, los Estados occidentales se encuentran atrapados en un trilema político: abandonar Ucrania, humillar a Rusia o emprender una guerra para siempre; las tres opciones no solo podrían tener repercusiones negativas a nivel mundial, sino que podrían llevar a la utilización de armas nucleares, a pesar de que los dirigentes rusos han rebajado recientemente su retórica nuclear.
En la actualidad, el debate público está dominado por dos aspectos del trilema muy simplificados: los que empujarían a Kiev a hacer concesiones afirman que ceder ante Moscú reduciría los riesgos nucleares, mientras que los que ayudarían a Ucrania a derrotar a Rusia argumentan que los riesgos de una escalada nuclear siguen siendo remotos. Estas simplificaciones no solo restan importancia a los riesgos inherentes a cada opción, sino que, de hecho, es el trilema, con sus desagradables contrapartidas, el que ha llevado a Kiev, Moscú y Occidente hacia un compromiso insatisfactorio, la opción menos mala disponible, pero que sigue requiriendo una acción política decisiva para ser alcanzada. Al no haber nada que sugiera esa decisión, Europa camina sonámbula hacia una larga guerra.
En el primer vértice del trilema están las dramáticas consecuencias estratégicas que tendría el éxito ruso. Si Occidente abandonara Ucrania, nos veríamos avocados a una guerra de agresión de grandes potencias detrás del escudo nuclear. En Asia y en Europa, las alianzas de Estados Unidos se tensarían. Con el tiempo, podrían incluso dividirse. Si añadimos las ambiciones de China, los repetidos episodios de aislacionismo de EEUU y una larga lista de problemas transnacionales, el actual orden basado en normas se vería sometido a una fuerte presión.
La inseguridad estimularía la inestabilidad política, la depresión económica y los conflictos armados. El papel de la disuasión nuclear aumentaría. La proliferación sería más difícil de frenar y la aplicación de las normas se debilitaría. Las crisis nucleares serían más probables. A corto plazo, apaciguar a Rusia podría ser, en efecto, la opción menos escalofriante para Occidente. A medio y largo plazo, está cargada de incertidumbre y podría tener consecuencias dramáticas.
Entre una derrota rápida y una guerra larga
En el segundo vértice están los riesgos nucleares más graves que supondrían una derrota rápida y decisiva a los ejércitos de Putin, permitiendo a Ucrania recuperar lo que es suyo por derecho. Desde el punto de vista del Kremlin, estas pérdidas podrían parecer imposibles de explicar a los ciudadanos rusos y de cuadrar con las ambiciones ideológicas imperialistas de Putin.
Perder Crimea también tendría graves consecuencias para la posición de poder regional de Rusia. Los amigos de Moscú en Damasco, Nueva Delhi o Pekín podrían salir corriendo, mientras que las sanciones occidentales seguirían disminuyendo el potencial económico del país. El entorno de Putin podría perder la confianza en su líder y un golpe palaciego no sería una sorpresa. Ante los acontecimientos que podrían llevar a su eliminación, Putin podría estar dispuesto a utilizar las armas nucleares para dejar clara su posición y su determinación.
Los costes para Rusia serían inmensos, pero para él personalmente, dada la alternativa potencialmente fatal del cambio de régimen, podrían parecer aceptables. En contraste con la actual retórica nuclear de Putin, poco plausible, sus amenazas se volverían repentinamente creíbles. Si se creen, es probable que obliguen a Occidente a retirarse, ya que lo que está en juego no parece justificar un enfrentamiento nuclear. Si se malinterpretan, podrían llevar al uso real, con consecuencias dramáticas para el sistema internacional.
«Las tres opciones no solo podrían tener repercusiones negativas a nivel mundial, sino que podrían llevar a la utilización de armas nucleares»
El último vértice del trilema es el menos atractivo: una guerra larga que cause enormes pérdidas de vidas, costes, y que comprometa al Kremlin y a la sociedad rusa a la victoria o a la quiebra. Un esfuerzo del tipo de la Gran Guerra Patriótica parece hoy inconcebible, pero también lo era la movilización hace unos meses. Con el tiempo, la limitada inversión inicial de Moscú en la guerra podría dar paso a una amarga lucha para justificar los numerosos muertos, la economía rota y la sociedad desgarrada. El pueblo ruso probablemente vería su futuro comprometido y llegaría a resentirse con sus líderes.
Por un lado, la guerra podría convertir a Rusia en una sociedad mucho más militarizada y dictatorial, con el poder de Putin ampliado y la disidencia aplastada. Por otro lado, la revolución estaría inevitablemente en el aire, o al menos en la mente de los dirigentes. Putin vería pocas soluciones más allá de ganar o irse. En ese momento, la coerción nuclear contra Ucrania y la escalada hacia la OTAN serían plausibles, y tanto Occidente como Kiev estarían locos si no buscaran una solución alternativa.
La guerra, ¿el reino de la incertidumbre?
Como el futuro es notoriamente difícil de predecir, el trilema presenta riesgos, no certezas. El orden mundial podría sobrevivir al peso de una agresión bajo el paraguas nuclear. Hasta ahora, el poder estadounidense, como base del sistema actual, sigue siendo dominante, y muchos siguen apreciando los acuerdos internacionales existentes. También es concebible que una guerra larga “solo” desestabilice y empobrezca a Europa sin precipitar el uso de armas nucleares.
Y lo que es más importante, Putin podría conseguir mantenerse en el poder incluso después de perder Crimea, como hizo el antiguo líder iraquí, Sadam Huseín, tras fracasar en la conquista de Kuwait y sacrificar cientos de miles de vidas de jóvenes iraquíes. Internamente, Putin podría suprimir los desafíos a su gobierno. En el exterior, podría confiar en la disuasión nuclear mientras reconstruye sus maltrechas fuerzas armadas. En este escenario, podría considerar que el uso de armas nucleares no vale la pena ni conduce a sus objetivos. Además, como hombre que persigue un imperio, es, al menos, posible que Putin anteponga el destino de su nación al suyo propio y se retire sin ejercer todas sus opciones. Al igual que la guerra soviética en Afganistán, este conflicto podría no cruzar tampoco el umbral nuclear.
A pesar de estos escenarios alternativos, los riesgos del trilema son reales y acuciantes en los tres vértices a la vez. En consecuencia, en los próximos meses, los equilibrios entre vértices de este trilema seguirán llevando a los responsables occidentales a un escenario insatisfactorio a medias: apoyar a Ucrania con armas y dinero, pero evitar una rápida y dramática derrota rusa, esperando que este resultado sea suficiente para que tanto Moscú como Kiev acepten un compromiso y eviten la larga guerra.
El riego de la guerra perpetua
Este es un hueso duro de roer. Requiere una acción decisiva ahora: palos duros y zanahorias reales. En particular, Occidente tendría que proporcionar más y mejores armas, permitiendo a Kiev lograr resultados militares que fortalezcan su baza para negociar. Con un poco de suerte, el éxito en el campo de batalla ucraniano podría ayudar a convencer a Moscú de la inutilidad de una nueva escalada.
Y lo que es más importante, la acción de Occidente tendría que implicar un compromiso masivo para reconstruir Ucrania, el tan anunciado Plan Marshall 2.0, para que el gobierno de Kiev pueda vender el insatisfactorio compromiso en casa, y para que Rusia se dé cuenta de que Occidente está dispuesto a pagar para defender su orden.
Sin embargo, durante los últimos ocho meses, esta previsión y determinación han sido escasas. En Europa, en particular, la política interna, las preocupaciones económicas y la inercia burocrática han pesado más que las consideraciones estratégicas. Por lo tanto, entrar como sonámbulos en un conflicto prolongado es una posibilidad a tener en cuenta. Las facciones internacionalistas seguirán asegurándose de que Occidente no abandone a Ucrania; los partidarios de la moderación se asegurarán de evitar una rápida derrota rusa.
Pero sin una acción política decisiva, más de lo mismo llevará al tercer vértice del trilema: la guerra larga. Este enfoque permite evitar temporalmente las decisiones difíciles y los riesgos a corto plazo. Sin embargo, un conflicto prolongado no solo podría llevar al uso de armas nucleares, sino que muy probablemente transformaría a Rusia en un vecino aún más volátil, convertiría al continente en una zona de guerra perpetua y disminuiría el papel de Europa en el mundo. Esto no beneficia a nadie y, sin embargo, es el resultado más probable.
Artículo publicado originalmente en inglés en la web de Internationale Politik Quarterly.