Una multitud arroja pétalos de flores al líder del partido BJP, Narendra Modi, durante el proceso de elecciones en abril de 2014 en India. GETTY

El supremacismo hindú: Narendra Modi

Modi ha explotado la fe de los hinduistas en un hombre fuerte capaz de recuperar el glorioso pasado de India y redimirla de los 'mil años de esclavitud' bajo musulmanes y británicos.
Luis Esteban G. Manrique
 |  7 de agosto de 2020

“¿La civilización occidental? Sería una buena idea…”.
Mohandas K. Ghandi, citado por Luigi Barzini en Los italianos (1967)

 

El 30 de enero de 1948, cinco meses después de la independencia y la partición del antiguo Raj británico, uno de los artífices de su fin, Mohandas Karamchand Ghandi, recibió tres tiros a bocajarro cuando se dirigía a pie y sin protección hacia un rezo comunal en Nueva Delhi. El Mahatma (gran alma en hindi), que por entonces tenía 87 años y una salud muy debilitada por los ayunos, murió al instante.

El asesino –Nathuram Godse, ­un brahmán, la casta superior hindú­– se entregó pacíficamente a la policía, convencido de que había ejecutado a un traidor por su actitud conciliadora hacia los musulmanes y por haber “inoculado” en India nociones ajenas a su cultura como la de libertad de conciencia, según alegó en el juicio que le condenó a la horca.

Godse había militado en el Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS, asociación nacional de voluntarios, en hindi राष्ट्रीय स्वयंसेवक संघ), una organización paramilitar de indios de castas altas obsesionados con crear un Estado hindú, inspirados en la doctrina ultranacionalista de Vinayak Damodar Savarkar, némesis de Ghandi desde que se conocieron en Londres en 1906 como estudiantes en una pensión de Highgate.

El sueño de los seguidores y discípulos de Godse y Savarkar pareció cumplirse cuando el actual primer ministro indio, Narendra Modi, llegó al poder en 2014 al frente del partido Bharaiya Janata (BJP), el más importante de los diversos grupos nacionalistas hindúes emergidos de su partido nodriza y matriz original: el RSS, en el que Modi –reelegido en 2019 con una amplia mayoría del 60%–, ha militado toda su vida.

 

El sentido de ser hindú

Savarkar –que fue acusado como autor intelectual del magnicidio y luego absuelto, aunque todo indicaba su culpabilidad–, popularizó la idea de Hinduvta (espíritu hinduista o sentido de ser hindú), una forma de hinduismo político cuya misión era extirpar del alma india las perniciosas tradiciones metafísicas y religiosas del budismo. Aunque detestaba a los musulmanes, admiraba “el fuego y la espada” y “feroz unidad” del credo teocrático islámico.

Según escribió en Hindutva: ¿Quién es hindú? (1923), India era la tierra de los hindúes, su cultura era aria y sus raíces védicas. Los musulmanes y cristianos, incluso si descendían de hindúes conversos, no eran verdaderos indios, y judíos y parsis (zoroastrianos de ascendencia persa), solo “invitados”.

Uno de los principales salones del Parlamento indio lleva hoy su nombre pese a que India tiene la segunda mayor población musulmana del mundo (14%), unos 300 millones de personas sometidas a una creciente discriminación. Los supremacistas hindúes suelen llamar a los liberales occidentalizados sickular libtards (bastardos) y cipayos, los soldados indios de la East India Company.

 

El monstruo más frío

En The Age of Anger (2017), Pankaj Mishra sostiene que al entregarse al BJP, su país se ha sumado a la “idolatría” del Estado etnonacionalista: el “más frío de todos los monstruos fríos”, como lo llamó Nietzche, desmintiendo con ello las ilusas esperanzas de los padres fundadores de que el progreso económico desterraría a las fuerzas del irracionalismo y el sectarismo religioso sin afectar la instintiva religiosidad de los indios.

Savarkar y sus seguidores –que querían crear una banda de “santos guerreros” que rescataran a la Bharat Mata (madre India) de los bárbaros invasores europeos–, pronto derivaron hacia posturas filo-fascistas y a la admiración de la Alemania nazi. El propio Ghandi ya advirtió en Hind Swaraj (1909) del peligro de que los colonizados imitaran absurdamente a sus colonizadores.

 

La reconquista de la edad de oro

Modi ha explotado la fe de los hinduistas en un hombre fuerte capaz de recuperar el glorioso pasado de India y redimirla de los “mil años de esclavitud” bajo el yugo musulmán y británico de los que hablaba Savarkar. Según los cálculos de Angus Maddison, a principios del siglo XVIII India representaba el 22,6% de la economía mundial. Solo los ingresos anuales del emperador mogol Aurangzeb (1659-1701) eran 10 veces mayores que los del Rey Sol, su contemporáneo, Luis XIV.

En 1830, años antes de la batalla de Ramnagar de 1849 que marcó el principio del dominio británico sobre el Punjab, India suponía el 17,6% de la producción industrial global (básicamente textil) y Reino Unido solo el 9,5%. En 1900, las cosas se habían invertido. Reino Unido rondaba el 18,6% y su colonia indostánica, el 1,7%.

En India Unbound (2000), Gurcharan Das escribe que cada año el Raj transfería a la metrópoli el 8% de su PIB, con lo que financió su revolución industrial al precio de empobrecer a sus masas. En 1947, la industria solo suponía el 7,5% de la economía y empleaba a 2,5 de los 350 millones de indios. Un 85% eran analfabetos.

 

Asalto al cielo

El ascenso del hinduismo político a la cumbre del poder comenzó con el ataque de una turba en 1992 contra una mezquita de Ayodhya (Uttar Pradesh), construida por Babur (1483-1530), el fundador del imperio Mughal y descendiente del conquistador turco-mogol Tamerlán. Según la tradición hindú, la mezquita se construyó sobre un templo que honraba el lugar de nacimiento de Rama.

El asalto a la mezquita desató disturbios antimusulmanes a escala nacional, en los que el que el nacionalismo hindú tuvo su bautizo de fuego político. El BJP llegó al poder en 1996 y luego gobernó entre 1998 y 2004 bajo el mandato de Bihari Vajpayee, el primer jefe del gobierno del partido.

En 2014, Modi fue el primer político indio desde 1948 en liderar una mayoría parlamentaria que no era la del Partido del Congreso (PC), fundado por Ghandi y Jawaharlal Nehru para crear un país democrático que acogería por igual a dalits –los “intocables”, la casta más baja–, brahamanes, budistas, tamiles, cristianos, musulmanes, sijs y ateos, es decir, una imagen invertida de la de Pakistán, “la tierra de los puros” en urdu.

Tras la partición, unos 20 millones de hindúes abandonaron Bengala oriental y el Punjab occidental para dirigirse a India mientras que 18 millones de musulmanes se refugiaron en Pakistán, un éxodo en el que murieron un millón de personas.

En febrero de 2002, como gobernador de Gujarat, un Estado con una larga historia de violencia interétnica, Modi declaró que un ataque contra un tren en Godhra fue un acto terrorista, con lo que insinuó la implicación de una “mano negra” paquistaní, añadiendo leña al fuego de unos disturbios en los que murieron cientos de musulmanes ante la pasividad de la policía.

Cuando la Corte Suprema le eximió de responsabilidades, ya nada detuvo la carrera política de Modi hacia el poder en Nueva Delhi pese a que Estados Unidos y Reino Unido le negaron el visado de entrada. La Corte Suprema dictaminó en 2019 que la demolición de la mezquita de Babri Masjid fue ilegal, pero concedió el sitio a un organismo estatal que está construyendo sobre sus ruinas un santuario a Rama.

 

El regreso de los dioses

El BJP quiere reconstituir la identidad de la Hindu Rashtra a su imagen y semejanza. Modi ha hecho construir la estatua más grande del mundo, de 240 metros, en honor de uno de los líderes de la independencia y que reivindica como precursor del nacionalismo hindú, Sardar Vallabhbhai Patel, y destruido cientos de edificios en un barrio musulmán en la ciudad santa de Varanasi para facilitar el acceso al templo de Vishwanath.

En un proyecto faraónico, el Central Vista, el icónico centro monumental de la capital, similar al National Mall de Washington, está siendo reconstruido para albergar la nueva mansión del primer ministro y el Parlamento.

En 2019, Modi quiso eliminar a 120 millones de votantes del censo, sobre todo musulmanes y dalits, por ser descendientes de refugiados bengalíes que llegaron entre 1951 y 1971 de Bangladesh. Al calificarlos de “infiltrados ilegales”, el gobierno logró excluir del censo electoral a 70 millones de ellos. Y en agosto de ese año, revocó el estatus autónomo del Estado de Jammu y Cachemira, el único de mayoría musulmana, hoy bajo ocupación militar de facto.

El hinduismo es contagioso. En 1989, Rajiv Ghandi, nieto de Indira Ghandi, hija de Nehru, cortejó a la mayoría hindú lanzando su campaña electoral en Ayodyah y reivindicando la Rab Rajya, la ley de Rama. Rahul Gandhi, bisnieto de Indira y líder actual del partido, lanzó en septiembre de 2019 su campaña a los comicios legislativos en el templo del Monte Kailsah dedicado en los Himalayas a Shiva, el dios de la danza y la renovación.

El año pasado, Modi nombró a Yogi Adityanath –miembro del Vishwa Hindu Parishad (VHP, consejo mundial hindú), que propone la creación de un Estado teocrático–, ministro principal de Uttar Pardesh, que con sus 200 millones de habitantes sería el sexto país más poblado del mundo.

 

El contrato social indio

Muchos historiadores creen, sin embargo, que la identidad hindú como una categoría religiosa fue creada por los administradores coloniales británicos, que en el siglo XIX consideraron hindúes a todos los indios no musulmanes o sijs, pese a sus diversas lenguas y enormes diferencias en creencias, prácticas y rituales religiosos.

Nehru creía que un país tan diverso solo podría unificarse si las diferencias religiosas se diluían por el desarrollo económico. La ideología Hinduvta reformula por ello el contrato social original indio. Los hinduistas sostienen que los hindúes no son solo una mayoría religiosa sino la nación misma y que quienes quieran pertenecer a ella deben convertirse y “regresar a casa” (gahr wapsi).

La Constitución india, que cumplió 70 años en enero, desterró la representación tribal. No es casual que las mezquitas sufíes tengan placas de bronce en las que figura el preámbulo de la carta magna. Según escribe Madhav Khosla en Foreign Affairs, la democracia tuvo que crear las condiciones para su propia existencia. La Constitución fue escrita en gran parte por un jurista dalit convertido al budismo: Bhimrao Ramji Ambedkar, que abolió su propia casta en el texto.

Ambedkar y Nehru creían que las leyes virtuosas y los derechos y libertades terminarían creando un nuevo orden social, más igualitario y justo. De hecho, tres generaciones beneficiadas por cuotas y políticas de discriminación positiva han creado una burguesía emergente de castas bajas. Pero un sistema social que ha durado 3.000 años es difícil de abolir. En la pirámide hindú, la casta (varna) de los brahamanes (sacerdotes) precede en importancia a los kshatriya (guerreros, terratenientes), los vaishya (comerciantes) y a los shudra (campesinos, artesanos). Hoy las tres primeras castas son el 20%, los shudras el 40-50% y los dalits (oprimidos en hindi), el 20%, unos 220 millones.

La conversión a otras religiones, por otra parte, no libera a nadie de su varna. Un 65% de los 20 millones de católicos indios son dalits o descendientes de conversos. Sin embargo, solo el 5% de los 27.000 sacerdotes católicos indios son dalits, que tampoco tienen cardenales ni arzobispos. Dos terceras partes de los 31 magistrados del Tribunal Supremo y más de la mitad de los gobernadores de los Estados indios pertenecen a las castas altas, según un estudio citado por The Economist.

Solo el 6% de los indios se casan fuera de sus castas. En Ahmedabat, la mayor ciudad de Gujarat, el 80% de los dalits vive en barrios segregados. La desigualdad es incluso mayor que en Johannesburgo, la más desigual de Suráfrica en el país más desigual del continente.

Cuando Martin Luther King visitó Bombay en 1959 como huésped de Nehru, el director de un colegio estatal en Kerala le presentó como “uno de los nuestros” (a fellow untouchable), lo que sorprendió a King. Al final escribió que, en efecto, él y otros 20 millones de afroamericanos eran desde hacía siglos “intocables”.

 

‘Licence Raj’

Gandhi sostenía que la libertad no tenía sentido sino era capaz de proporcionar pan, vestido y vivienda, pero al mismo tiempo se oponía a la industria porque “deshumanizaba”. Nehru, en cambio, favorecía un socialismo democrático en el que el Estado dirigiera la industrialización.

El BJP adscribe a un modelo económico más liberal, pero ha cambiado poco los hábitos de la endogámica elite empresarial y del llamado Licence Raj, que recompensa no a los emprendedores, sino a quienes tienen los mejores contactos políticos. En Breakout Nations (2012), Ruchir Charma asegura que India tiene mucho más en común con el caos de Brasil que con China.

Rusia, México, India y Brasil, señala, son los únicos países emergentes en los que el volumen medio de sus 10 mayores fortunas supera los 10.000 millones de dólares. La prueba de ello, escribe, es la popularidad de las telenovelas brasileñas en India y viceversa, y la gran cantidad de dinastías políticas en ambos países. Los Ghandi, por ejemplo, ya van en su cuarta generación política.

 

El talón de Aquiles de Modi

Aunque las hambrunas son ya cosa del pasado y la expectativa de vida se ha duplicado desde 1947, la mitad de los indios son pobres y un 30% no tiene acceso a agua potable. La pandemia supone por ello una prueba de fuego para Modi.

En marzo, su gobierno decretó una cuarentena draconiana sin advertencias ni planificación, ignorando la realidad de las urbes indias, donde millones viven hacinados en slums (favelas) como el de Dharavi en Mumbai, que alberga a 200.000 personas por kilómetro cuadrado, frente a los 27.000, por ejemplo, de Manhattan.

Virtualmente, toda la actividad económica se paralizó sin que se haya podido aplanar –ni siquiera levemente– la curva de contagios, que han provocado más de 40.000 muertos a principios de agosto y más de dos millones de casos confirmados, solo después de EEUU y Brasil. Y las cifras reales pueden ser mucho más altas.

Según Ashish Jha, director del Harvard Global Health Institute, las nuevas infecciones podrían alcanzar pronto las 100.000 diarias, lo que colapsaría el sistema hospitalario indio. HSBC estima que este año la economía se contraerá un 7,2% y el déficit fiscal alcanzará el 12% del PIB. En su último discurso a la nación, Modi dijo que India tendría que aprender a “convivir” con el virus, un aprendizaje para el que la doctrina Hinduvta sirve de poco.

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