Se veía venir. Vladímir Putin intervino en la guerra civil siria en octubre, y Turquía no tardó en denunciar que los aviones de guerra rusos estaban violando su espacio aéreo. Además de quejarse, el presidente Recep Tayyip Erdogan y su primer ministro, Ahmet Davutoglu, amenazaron a Rusia: insistieron en que su país es un miembro de la OTAN y que, aplicando el Artículo 5, un ataque en Turquía supondría un ataque contra todos los miembros de la Alianza.
El 24 de noviembre, la fuerza aérea turca interceptó y derribó un Su-24 ruso en la frontera entre Turquía y Siria (el bombardero se estrelló en territorio sirio). Putin ha calificado el acto como una “puñalada en la espalda” y ha acusado a Turquía de ser «cómplice» del Estado Islámico. Turquía alega que los rebeldes turcomanos a los que Rusia bombardeaba no eran yihadistas, sino combatientes legítimos.
Los dos tienen razón. La intervención rusa se ha centrado en mantener a Bachar el Asad en el poder, por lo que Moscú continua atacando a rebeldes que, sin pertenecer al EI, suponen una amenaza para Damasco. Ankara, por su parte, prioriza derrocar a El Asad y los guerrilleros kurdos en Siria. Como actualmente ambos luchan contra el EI, Turquía mantiene una posición ambigua con respecto al grupo extremista.
“Assad must go”, o no
Estados Unidos y la Unión Europea se encuentran en un vía crucis. Entre 2011 y 2014, el objetivo de Washington en Siria era lograr un cambio de régimen. La irrupción del EI hace año y medio alteró esos planes. “Degradar y destruir” a los yihadistas se convirtió en la nueva prioridad, pero EE UU continuó insistiendo en un hoy muy trillado mantra, “Assad must go”. Un anhelo que, desde el lanzamiento de la intervención rusa, parece haberse esfumado en favor de algún tipo de transición política, un acuerdo de mínimos que de alguna forma reconcilie las posiciones de EE UU y Rusia (y a ser posible, aunque parece poco probable, a las aún más intervencionistas potencias regionales: Arabia Saudí e Irán). En este contexto, un deshielo entre Washington y Moscú parece tan inevitable como deseable. Precisamente eso exigía el Financial Times hace dos días.
Turquía ha seguido la metamorfosis de los objetivos estadounidenses con inquietud. Ocurre que los principales rivales de Turquía en Siria no son los extremistas islámicos, sino sus enemigos: Asad y las milicias kurdas que controlan el norte del país. Estas últimas representan la facción rebelde más carismática y eficaz, apoyada tanto EE UU como Rusia; pero exigen autonomía para los territorios kurdos en Oriente Próximo y mantienen vínculos con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, que opera en el sureste de Turquía y al que Ankara considera una organización terrorista. Como observa Juan Cole, la enemistad entre Turquía y los kurdos convierte a Erdogan en un problema mayor que Putin, al menos en lo que concierne a la lucha contra el EI.
¿Incompetencia u oportunismo?
Con el derribo del Su-24, Turquía tira una piedra a Rusia al tiempo que esconde la mano. Es difícil no leer en la convocatoria de una reunión de urgencia de la OTAN, a petición de Ankara, un intento turco de escurrir el bulto. Aunque el seguimiento aliado de las intromisiones rusas en el espacio aéreo turco se realiza desde España, la decisión de derribar el bombardero ruso se tomó en Ankara.
Las acciones turcas denotan una falta de temple preocupante, especialmente en vista de que jamás han recurrido a ellas otros miembros de la Alianza en situaciones similares (como los Estados bálticos, cuyos motivos para temer a Rusia parecen más sustanciales que los de Turquía). Y la llamada de auxilio a la OTAN es claramente oportunista. Erdogan acumula dos años achacando todos y cada uno de sus problemas a conspiraciones gestadas en Occidente. Estas conspiraciones son imaginarias pero convenientes, porque le han permitido acumular cotas desproporcionadas de poder y destruir los cimientos de la democracia turca reprimiendo cualquier oposición. Al redescubrir la OTAN tras forzar un choque con Rusia, Erdogan se revela como un dirigente incoherente, y su actitud muestra también algo de hipocresía.
El derribo del Su-24, por temerario que parezca, está cuidadosamente calculado. Si no se gestiona con inteligencia, este incidente pondrá a la OTAN nuevamente en rumbo de colisión con Moscú. Es precisamente eso lo que podría buscar el sultán: detener, al precio que sea, una resolución del conflicto sirio que no sea favorable a su país. El interrogante es qué hará Washington con un aliado que cada vez es más volátil y perjudicial para sus intereses.