Hay frases que definen una vida entera en política. En el caso de Barack Obama, la frase, empleada en discusiones sobre política exterior pero aplicable al conjunto de su presidencia, es don’t do stupid shit. No hagas gilipolleces. El juramento hipocrático como principio rector: lo primero es no empeorar la situación.
Esa es, al menos, la premisa de un larguísimo artículo publicado por Jeffrey Goldberg en la influyente revista The Atlantic. Goldberg, neocon parcialmente reciclado, ubica el momento definitorio de la “doctrina Obama” en agosto de 2013. A finales de ese mes, con Bachar el Asad empleando armas químicas en Siria, rebasando la línea roja trazada por Obama, el presidente se posiciona en contra de su administración y evita, en el último momento, una intervención militar contra Damasco. Muchos enemigos y no pocos aliados entienden el gesto como una claudicación bochornosa. Lejos de avergonzarse, Obama recuerda esa decisión con agrado: es el momento en que da la espalda al establishment beligerante e histérico de Washington.
Conviene examinar la tesis de Goldberg con escepticismo. En realidad, la política exterior de Obama no representa el repliegue dramático que sus críticos denuncian día y noche. Desde 2009, la Casa Blanca ha redoblado los esfuerzos por ganar la guerra estéril de Afganistán, ampliado la presencia estadounidense en el Pacífico, intervenido en Libia y realizado un sinfín de operaciones secretas en Oriente Próximo y África. Las relaciones con Rusia continúan condicionadas por una mentalidad propia de la guerra fría. Mientras The Atlantic reflexiona sobre los instintos conservadores de Obama, el Pentágono inaugura bases de drones en África.
A pesar de todo, Goldberg refleja con precisión los dogmas de la política exterior estadounidense. Unos dogmas que el inquilino de la Casa Blanca no dinamita, pero erosiona. Don’t do stupid shit es una declaración blasfema en los círculos de opinión de Washington. EE UU nunca hace gilipolleces. Muy al contrario, es la “nación indispensable”, llamada a desfacer entuertos, apuntalar el orden internacional y rehacer el mundo a su imagen y semejanza. O Washington o el caos.
El entorno del hereje Obama no es inmune a estas veleidades. Nadie representa los impulsos hiperactivos en su administración mejor que Samantha Power, embajadora ante la ONU y autora de un estudio famoso sobre el genocidio de Ruanda. Power se considera una progresista comprometida con los derechos humanos, pero no tiene inconveniente en exportar sus ideas a golpe de intervención militar. Y si el resultado es un desastre, la curva de aprendizaje es nula. Cuenta Goldberg que Power irritaba a Obama, criticando sus reticencias ante otros asesores. “Basta, Samantha –le espeta el presidente en una ocasión–, que ya me he leído tu libro”.
En las antípodas del humanitarismo agresivo de su entorno, Obama toma como referencia a la generación de realistas políticos como Brent Scowcroft y George H. W. Bush, hoy prácticamente extinta. Su política exterior, como la de Scowcroft y Bush, exhibe aciertos considerables. Las aperturas diplomáticas en Irán y Cuba han rectificado posiciones que, durante décadas, lastraron la influencia de EE UU en Oriente Próximo y América Latina. El pivote hacia China, aunque errático, responde a una percepción adecuada de los retos estratégicos de EE UU en el Pacífico. Incluso en el ámbito del cambio climático, donde el progreso se realiza en dosis homeopáticas, la preocupación de Obama representa una mejora en comparación con la indiferencia de su predecesor. El talón de Aquiles de la acción exterior de EE UU tal vez sea su política comercial, anclada en los errores de los noventa y profundamente impopular.
Con todo, la “doctrina Obama” debiera ser recordada, en gran parte, por lo que evitó. La lista incluye intervenir en Siria, bombardear Irán y militarizar la crisis de Ucrania hasta un punto de no retorno. Ocurre algo similar con su política económica. Aunque garantizó la impunidad de Wall Street, Obama evitó un austericidio como el de la zona euro. Es un logro tan modesto en términos absolutos como importante en términos relativos.
Obama es, fundamentalmente, un presidente hipocrático.Decepcionante para quienes se creyeron las promesas de su campaña en 2008 e inaceptable para quienes aún piensen que EE UU es la nación indispensable. Pero relativamente llevadero para el resto del mundo, que sufre los errores de EE UU más de lo que disfruta sus aciertos. Entre sus posibles sucesores, solo Bernie Sanders parece dispuesto a ahondar en la senda del autocontrol. Hillary Clinton, que se presenta como la heredera de Obama, siempre ha estado a su derecha en política exterior. El Partido Republicano sigue sumido en la estulticia de los años de Bush, y su candidato menos intervencionista tal vez sea Donald Trump.
No falta quien sueña con un tercer mandato de Obama, y no es difícil imaginar el porqué. Al menos no empeora la situación.