La tercera semana de septiembre convierte la ya habitualmente activa Manhattan en un hervidero de pasiones: las de los neoyorkinos que maldicen su suerte cuando intentan sin éxito atravesar una Turtle Bay bloqueada por los dispositivos antiterroristas y, no menores, las que genera la Asamblea General de las Naciones Unidas, la mayor concentración de energía diplomática y política por metro cuadrado del mundo. Este año, además, estábamos de celebración, pues se cumplen 70 años desde aquel junio de 1945 en el que los delegados de 50 países resolvieran “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra” (Carta de San Francisco, «Preámbulo»).
Casi tres cuartos de siglo más tarde, sin embargo, los motivos de celebración parecen menos que los que invitan al desasosiego. Lo dijo Ban Ki-moon, el secretario general de la ONU, en un discurso inaugural especialmente sombrío y poco celebrativo: hay muchos motivos para preocuparse por “un mundo donde la desigualdad es cada vez mayor, la confianza se desvanece y la impaciencia con el liderazgo se pueden ver y sentir por todas partes”. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, tampoco se mostró especialmente optimista cuando señaló, pocos minutos después, que nos encontramos en “un mundo más oscuro e inestable”.
Es evidente, para quien haya seguido las Asambleas Generales de la ONU en los últimos años, que la presión ambiental de esta edición ha sido considerablemente mayor. La presencia del Vladimir Putin, diez años después de su última aparición, los ataques cruzados entre Obama y el presidente ruso o el tono de algunos de los discursos fueron la confirmación de lo que The Economist ha definido en su última portada como “The New Game”: un orden mundial nuevo en el que EE UU ya no juega solo.
El discurso de Obama, conciliador en las intenciones pero duro en la descripción de los hechos, alabó las que la posteridad probablemente reconozca como sus dos mayores contribuciones en materia de política exterior: el tratado nuclear con Irán y el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba. Menos fueron los halagos dirigidos a Rusia, a quien el presidente de EE UU acusó abiertamente de violar la soberanía e integridad territorial de Ucrania y de camuflar su ofensiva de apoyo a Bachar el Asad bajo capa de lucha contra el Estado Islámico (EI). En un ataque frontal a esa política, Obama señaló que “de acuerdo con esa lógica, deberíamos apoyar a tiranos como El Asad, quien bombardea a civiles inocentes, solo porque la alternativa es peor”. Las posibilidades de cooperación entre Obama y Putin en la lucha contra el EI no han generado iniciativas reales debido a la diferencia sustancial en la definición del conflicto y en la estrategia de salida para El Asad dibujada por cada ejecutivo.
En una crítica abierta a EE UU, el discurso de Putin arremetió contra el orden nacido tras el final de la guerra fría, que concentraba el poder en “un solo centro de dominación”, y se lamentó de la exportación de “llamadas revoluciones democráticas” que han llevado a la violencia , la pobreza y el desastre social.
Xi Jinping, quien no hizo ninguna referencia directa a las disputas marítimas en el mar del Sur de China, elaboró un discurso dirigido fundamentalmente a Obama y el primer ministro japonés, Shinzo Abe. El presidente chino abrió su discurso recordando otro cumpleaños: la victoria de China sobre los japoneses en la “guerra mundial antifascista”, nombre preferido de Pekín para la Segunda Guerra mundial. En una respuesta velada a la insistencia de Obama en que China respete los límites en aguas internacionales, Xi no dudó en subrayar que el mundo es ya multipolar, lo que significa, en esencia, que en su esfera de influencia territorial China decide.
A pesar de la insistencia de Obama en querer mostrar que el mundo continúa siendo el lugar que ha sido durante los últimos 25 años –“esto no es una vuelta a la guerra fría”, dijo en su discurso– el hecho es que el escenario geopolítico actual presenta importantes nuevos retos. EE UU, acostumbrado a jugar al solitario durante más de dos décadas, se está viendo forzado a incluir en la partida a incómodos compañeros de baraja. Por una parte, una Rusia que ha invadido una parte considerable de un país a las puertas de Europa y que ha tomado la iniciativa en Oriente Próximo, un territorio sobre el que Washington había ejercido monopolio diplomático desde los años setenta del siglo XX. Por otra, una China cada vez más obsesionada con su influencia territorial en los mares del Este y del Sur.
Aunque ligeramente oscurecidos por la relevancia de la situación en Siria y el encuentro entre Putin y Obama casi dos años después de su última interacción, la Asamblea de septiembre dejó algunos discursos que, en años anteriores, podrían haber sido primera plana. Hasan Rohaní, el presidente iraní, enfatizó la importancia de un acuerdo nuclear que saca a Irán del «eje del mal» y lo sitúa de nuevo –muy a pesar de los saudíes– como una potencia regional: «Somos una gran nación», dijo Rohaní.
En un discurso corto (17 minutos, frente a las más de cuatro horas del epopéyico discurso de su hermano Fidel en 1960) pero cargado de simbolismo, el presidente cubano, Raúl Castro, escenificó delante de la comunidad internacional el reciente restablecimiento de relaciones diplomáticas con EE UU, sellando así la retahíla de gestos al más alto nivel desde que Obama y Castro se reunieran en la Cumbre de las Américas de Panamá el pasado abril. Por último, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, puso palabras con un rotundo «ha llegado la hora de la paz» al apretón de manos que días antes diera comienzo a los seis meses de trabajos previos a la firma del acuerdo de paz previsto para marzo de 2016. De suceder, pondrá fin a 50 años de conflicto entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el gobierno colombiano.
Luces y sombras de la que ha sido, al parecer de no pocos, una de las Asamblea Generales más sugerentes de los últimos años.