El 11 de marzo de 2011, Japón sufrió una triple catástrofe: su costa este registró un terremoto de 9,1 en la escala de magnitud del momento, lo que causó un enorme tsunami con olas de hasta 40 metros, desencadenando en Fukushima el peor accidente nuclear de la historia después de Chernóbil. Diez años después, el legado de aquella jornada presenta a un país que ha tomado nota de los errores, pero que sigue sin despejar la mayor inquietud que asalta a su población: la de saber si su futuro estará libre de centrales nucleares.
Hace una década, visitar la región de Tohoku, en la costa este de Japón, era sinónimo de desolación, dolor e impotencia ante la fuerza de la naturaleza. Ahora, aquellas localidades respiran vida otra vez, aunque la sensación de tristeza persiste entre sus habitantes. No es para menos. Aquel desastre provocó la muerte de casi 20.000 personas, más de 6.000 resultaron heridas de gravedad y más de 2.500 siguen desaparecidas. Los daños se estiman en unos 200.000 millones de euros, sin tener en cuenta los costes de limpieza y desmantelamiento de la central nuclear de Fukushima, que se prevé que se prolonguen hasta 2050 y que se eleven hasta los 650.000 millones de euros. Unas cifras que explican la magnitud de la catástrofe.
Al cumplirse el décimo aniversario, la situación en la región ha mejorado de manera ostensible. Sin embargo, el gobierno japonés está aún lejos de poder anunciar que la vida fluye con total normalidad en la región. Según las estadísticas oficiales, el número de evacuados se eleva a 60.000 personas, de las cuales aproximadamente la mitad están alojadas en refugios temporales y la otra mitad viven en casas de amigos o familiares, según la prensa local. Una provisionalidad a la que se suman la lentitud administrativa en procesar las reclamaciones de compensación y una descontaminación del territorio aún inconclusa. El panorama genera un enorme malestar entre la población.
«Diez años después, los evacuados por la catástrofe suman 60.000 personas, la mitad alojadas en refugios temporales y la otra mitad en casas de amigos o familiares»
El gobierno nipón, por su parte, no ha escatimado recursos para alentar a los evacuados a regresar a sus casas. Se estima que ha invertido cerca de 23.000 millones de euros en trabajos de descontaminación para limpiar carreteras, cunetas, caminos, desagües y casas, así como en la eliminación de millones de metros cuadrados de tierra y vegetación radiactiva. El esfuerzo no ha evitado, si embargo, que una reciente encuesta señale que dos de cada tres evacuados no tienen intención de regresar a sus antiguos hogares por miedo a la radiactividad.
El temor a la energía nuclear no es exclusivo de los habitantes de las localidades cercanas a la planta de Fukushima, sino que se ha extendido a toda la sociedad japonesa. Antes del accidente, más del 85% de la población estaba a favor de las centrales nucleares y el gobierno tenía previsto convertir Japón en un “Estado nuclear”, con planes para que en 2030 la energía atómica representara más del 50% de su producción energética. Pero en 2013, dos años después del accidente de Fukushima, la cifra de apoyo a la energía nuclear se había reducido al 25% y ahora ronda el 12%. Además, seis de cada 10 japoneses reclaman el cierre definitivo de todas las plantas nucleares.
No obstante, el gobierno japonés se mantiene reacio a descartar la producción nuclear, a pesar de las exigencias de la población. El último plan estratégico sobre el desarrollo energético del país, publicado en 2018, señala que si bien Japón debería reducir su dependencia de la energía nuclear “tanto como fuera posible”, debería mantenerla como fuente básica. Y apunta que la energía nuclear debería representar en torno al 22% en 2030. Un objetivo que parece poco realista teniendo en cuenta que ahora la energía nuclear supone solo el 6% del total.
«De los 54 reactores operativos en 2011 solo cuatro están en funcionamiento, otros nueve están en condiciones de ser reactivados y 24 están programados para ser desmantelados»
Esta drástica reducción en la producción energética nuclear japonesa se explica por el cierre de numerosas centrales atómicas debido a unas nuevas normas de seguridad más estrictas tras el accidente Fukushima. En 2011 estaban en funcionamiento 54 reactores. Ahora la cifra se ha reducido a cuatro, otros nueve están en condiciones de ser reactivados y 24 están programados para ser desmantelados. La iniciativa, sin embargo, no ha apaciguado el movimiento de protesta antinuclear que siguió al desastre de Fukushima, que sigue exigiendo a las autoridades que abandonen la energía nuclear.
Las reivindicaciones antinucleares son las que han impulsado al primer ministro nipón, Yoshihide Suga, a apostar de forma más decidida por las energías renovables. El 25 de diciembre de 2020, Tokio publicó un informe donde detalla su estrategia de “crecimiento verde” para eliminar las emisiones de dióxido de carbono en 2050. Se trata de un ambicioso plan de política industrial que incluye la energía nuclear “como un sector de crecimiento”, pese a todo, y que prevé el uso de “pequeño reactores modulares”, así como la utilización de esa fuente de energía para producir hidrógeno verde para la descarbonización.
La iniciativa es ambiciosa, pero difícil de convertirse en realidad si antes el gobierno no resuelve tres cuestiones clave para recuperar la confianza de los japoneses. La primera, el total desmantelamiento de la planta nuclear de Fukushima y la creación de un plan de eliminación de desechos atómicos, un proceso que los expertos estiman que se extenderá hasta 2050. En segundo lugar, el restablecimiento de la vida de los evacuados y la total descontaminación de la zona, una tarea que aún no ha concluido. Y en tercer lugar, lograr que el país recupere la confianza en la energía nuclear, en la medida en que las autoridades niponas y la industria energética no quieren desprenderse de ella.
Desafíos enormes que, al cabo de una década, convierten la catástrofe de Fukushima en un pesado legado para una administración como la japonesa, poco acostumbrada a la transparencia y a rendir cuentas en sus procesos de toma de decisiones sobre energía nuclear.