“La decadencia de Roma fue un fruto natural e inevitable de su desmesurada grandeza”.
Edward Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire (1788).
La orden de Donald Trump de retirar en septiembre 9.500 soldados de Alemania, la tercera parte del total allí desplegado, anunciada poco después –¿casualmente?– de que la canciller alemana, Angela Merkel, le dijera que no asistiría a la cumbre del G7 en Washington a principios de otoño y a la que Trump quería invitar a Vladímir Putin, ha confirmado en Berlín y Bruselas el mínimo apego que queda en su administración por la Alianza Atlántica.
Estados Unidos tiene más tropas desplegadas en Alemania que en ningún otro país, exceptuando Japón. El repliegue incluirá, según The Wall Street Journal, un escuadrón de F-16 de la base aérea de Ramstein, la más grande del Pentágono fuera de su territorio continental. Peter Beyer, miembro del grupo parlamentario de la canciller en el Bundestag, se quejó en Rheinische Post de que la Casa Blanca ni siquiera se molestó en comunicar su decisión al gobierno de Berlín, supuestamente aliado.
Casi todos los vuelos del Pentágono rumbo a Irak, Afganistán y el continente africano parten de Ramstein. En los momentos más tensos de la guerra fría, EEUU mantenía 235.000 soldados en la RFA. El desacoplamiento puede haber comenzado. En Der Spiegel, un experto alemán expresaba off the record su temor de que si Trump es reelegido, su primera decisión sea retirarse de la OTAN.
Atlas exhausto
En 1947, el político y académico británico Harold Laski escribió –en un diagnóstico que Paul Kennedy ratificó en 1989 en The Rise and Fall of the Great Powers– que ni Roma en su apogeo ni el imperio Británico en su mayor esplendor habían disfrutado de una influencia tan directa y profunda como cuando EEUU “sostenía el globo sobre sus hombros como un coloso”.
Pero hace tiempo que Atlas está exhausto. Una política exterior global activa es cara. Requiere programas de ayuda económica, iniciativas comerciales, personal diplomático y, sobre todo, músculo militar. Los varios comandos del Pentágono tienen hoy desplegados 80.000 efectivos militares en Asia, 13.000 en el Golfo, 65.000 en Europa y 7.000 en África. En el Capitolio cada vez más congresistas creen que son demasiados. No son los únicos.
En The Inevitability of Tragedy (2020), una historia del mundo intelectual de Henry Kissinger y su época, Barry Gewen recuerda que el ex secretario de Estado advirtió de que el fin de la guerra fría no significaría el comienzo de una era de oro para el capitalismo democrático –como ilusoriamente esperaban los discípulos neoconservadores de Ayn Rand y Leo Strauss y los liberales wilsonianos–, sino el “espléndido ocaso” de EEUU como superpotencia.
No se equivocó. El embajador de Trump en Berlín, Richard Grenell, ya había advertido a Deutsche Belle de que era “insultante” que los contribuyentes estadounidenses tuvieran que pagar por mantener 34.500 soldados en Alemania, mientras el gobierno alemán gastaba su superávit en programas sociales. Alemania dedica el 1,36% del PIB en defensa, lejos de la meta del 2% de la OTAN, pero debido al tamaño de su economía gasta más que Francia, por ejemplo, en términos absolutos.
Ecos de la guerra fría
Difícilmente Moscú, que está haciendo las primeras pruebas del Avangard, su misil hipersónico, podía haber recibido mejores noticias. En un tuit, Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations, señala que EEUU aparece ante el mundo “dividido, disminuido y distraído” y que va a ser difícil que alguno de sus adversarios no trate de explotar estas circunstancias. Sobre todo ahora, cuando, tiene la desgracia de contar en la Casa Blanca con el líder “más incompetente y divisivo de su historia reciente”, como escribe Francis Fukuyama en Foreign Affairs.
The United States is and appears to the world divided, diminished, & distracted. Hard to believe we will not be challenged somewhere somehow by someone wanting to take advantage of these circumstances. To add a 4th “D,” these are truly dangerous times.
— Richard N. Haass (@RichardHaass) June 1, 2020
En los últimos dos meses, cazas rusos han interceptado en tres ocasiones aviones P-8 de reconocimiento de la Marina estadounidense sobre el Mediterráneo. Según fuentes del Pentágono, Moscú ha enviado a Libia 14 cazas de combate para ayudar a mercenarios que luchan bajo las órdenes del mariscal Halifa Hafter, que intenta derribar al gobierno de Trípoli, el único reconocido por la ONU.
En abril, dos F-22 Raptor de Fuerza Aérea de EEUU interceptaron dos aviones de reconocimiento rusos a 70 kilómetros de las islas Aleutianas. La Armada china presumiblemente tiene ya más submarinos y barcos que la estadounidense. En 2017, Wolf Warrior 2 –una película sobre un grupo de soldados chinos que lucha contra una banda de mercenarios dirigidos por un estadounidense racista–, se convirtió en la más taquillera de todos los tiempos en China. En los carteles promocionales de la cinta destacaba un lema: “Cualquiera que insulte a China –no importa lo lejos que esté– será exterminado”.
Cantos de sirena
La guerra en Afganistán, la más larga –e inconclusa– de la historia de EEUU, la pandemia y los disturbios por el asesinato de George Floyd, los mayores desde 1968, han reforzado el aislacionismo desde California a Maine. En un artículo en Foreign Policy, Doug Bandow, analista del Cato Intitute y exasesor de la administración de Ronald Reagan, propone retirar las tropas de Corea del Sur y Japón y que las estructuras y misiones de la OTAN queden en manos enteramente europeas, para regresar a la “política exterior humilde” de la que habló George W. Bush antes de los atentados del 11-S.
Desde entonces, si se incluyen los tratamientos médicos y las pensiones de los veteranos, EEUU ha gastado unos seis billones de dólares en guerras interminables. Según Bandow, los contribuyentes pueden estar a favor de convertir alianzas militares en “programas de beneficencia” de países prósperos en tiempos de bonanza, pero que es absurdo pretenderlo cuando el gobierno federal está al borde de la insolvencia.
Trump ha aumentado el gasto en defensa e inicialmente nombró a una pléyade de militares condecorados en los cargos más altos de su administración, como James Mattis, John Kelly o H. R. McMaster. Pero fue un espejismo. Sus instintos siempre fueron aislacionistas. En cuanto se desató la pandemia, prohibió los vuelos transatlánticos sin avisar antes a los líderes de la Unión Europea. No bien pisó la Casa Blanca, retiró a EEUU del Acuerdo de París y del Tratado Trans-Pacífico, un acuerdo comercial que iba a vincular a una docena de países cuyas economías representan el 40% del PIB mundial; después, del acuerdo nuclear de Irán con el G5+1, y más tarde del tratado INF sobre armas nucleares de alcance medio.
Ha saboteado además el funcionamiento de la Organización Mundial del Comercio, recortado los fondos a la Organización Mundial de la Salud y anunciado la salida de EEUU del tratado de cielos abiertos y del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Según Carl Bildt, exministro de Exteriores sueco, “el Consejo de Seguridad está desaparecido, el G20 en manos del príncipe heredero saudí y la Casa Blanca en las de alguien que solo cree en ‘América primero’. Solo el virus está globalizado”.
La disolución de Occidente
Robert Gates, ex secretario de Defensa de Bush y Barack Obama, recuerda que cuando se retiró de la CIA en 1993, la US Agency for International Development (Usaid) tenía más de 15.000 empleados desplegados en todo el mundo, la mayoría diplomáticos y profesionales, muchos de ellos trabajando en entornos inhóspitos y en condiciones peligrosas. En 2006 no eran más de 3.000, la mayoría burócratas encargados de conceder contratos.
En The Abandonment of the West (2020), Michael Kimmage señala que la desaparición de los términos “Occidente” o “civilización occidental” en los discursos políticos a ambos lados del Atlántico revela una pérdida de identidad común pero, sobre todo, que los países occidentales han perdido confianza en sus propios ideales y valores morales. Kissinger insistió siempre en que su único propósito era que en un mundo plural prevalecieran los instintos creativos sobre los autodestructivos. Nada más. En Politics Among Nations (1948), Hans Morgenthau, su maestro y uno de los padres fundadores de la llamada “escuela realista”, escribió que los racionalistas anhelaban una perfección que negaba la “inevitabilidad de la tragedia”, la frase que da título al libro de Gewen.
Después de la Primera Guerra Mundial, las universidades en EEUU incluyeron en sus cursos de humanidades una asignatura obligatoria sobre civilización occidental, que ha venido siendo sustituida en los últimos tiempos por syllabus más globalistas y políticamente correctos. En cierto sentido, es un regreso a las raíces. Para desligarlo de su pasado colonial, en su History of the United States (1834) George Bancroft subrayó la naturaleza múltiple –E pluribus unum– de la nueva nación: “El origen de nuestra lengua nos lleva a India, nuestra religión a Palestina; nuestros himnos religiosos se escucharon por primera vez en Italia, los desiertos de Arabia y las orillas del Éufrates, nuestras artes vienen de Grecia, nuestra jurisprudencia de Roma”.
Según Kimmage, la noción de Occidente como una entidad política y cultural distintiva permeó la política exterior de EEUU a lo largo de toda la guerra fría. Pero hoy una apelación como la que hizo Bush en 2003 para justificar la invasión de Irak –“La libertad no es un regalo de América al mundo sino de Dios a la humanidad”– es casi inconcebible en Washington.
Ya tampoco nadie parece querer convertir a China a la fe política verdadera. En cierto sentido, Trump es la lógica consecuencia de esa arraigada desconfianza puritana al mundo exterior.
Fuente: Pew Research Center.
Amor-odio
La desconfianza mutua viene de lejos. En 2007, en siete países europeos (Francia, Alemania, Italia, Polonia, España, Suecia y Reino Unido) solo el 21% confiaba en que Bush haría lo correcto en asuntos internacionales, el mismo porcentaje que en 2019 dijo lo mismo sobre Trump.
Los europeos se quejaban del unilateralismo y prepotencia de Bush. Hoy temen la retirada de Washington de sus responsabilidades globales. Las manifestaciones en París, Berlín, Viena, Ámsterdam y Londres en solidaridad con las protestas por el asesinato de George Floyd muestran la antipatía por Trump, pero también la simpatía por una nación con la que los europeos tienen una peculiar relación de amor-odio. Solo el 19% de los europeos dice que preferiría vivir en China antes que en EEUU (63%).
El arte de lo posible
Nada permite anticipar que esas tendencias de fondo vayan a cambiar con Joe Biden en la Casa Blanca. Entre la opinión pública y el Capitolio predomina la sensación de que todos los presidentes de la posguerra han confiado demasiado en el poder militar para solucionar problemas exteriores.
Biden es un atlantista comprometido. Las presiones del ala izquierda del Partido Demócrata para que prometa recortar el gasto militar no han tenido éxito. Biden respaldó las intervenciones en los Balcanes en los años noventa y la invasión de Irak en 2003. Pero desde entonces se ha hecho más cauto, apoyando una retirada más rápida de Afganistán y oponiéndose a una intervención en Libia. No tiene más remedio, dadas las dimensiones de la deuda pública federal, que llegó al 80% del PIB en 2019, según la Oficina Presupuestaria de Congreso (CBO).
En junio de 2019, la CBO calculó que esa cifra alcanzaría el 98% en 2030, solo por debajo la cifra récord de 1946 (106%). Todas esas estimaciones se han quedado obsoletas. Tras los estímulos fiscales aprobados por el Congreso para atenuar los efectos de la epidemia, la CBO prevé que la deuda superará ya el 108% a fines de 2021, con lo que Washington se habrá endeudado este año más que entre 2014 y 2019 juntos.
No hay soluciones simples. En 2017, cuando ya la tinta roja inundaba el presupuesto federal, el Congreso se negó a subir los impuestos. Y ya no hay mucho más que recortar. Los gastos discrecionales solo llegaron a los 661.000 millones de dólares en 2019 (6,3% del PIB). En cambio, el presupuesto de defensa (676.000 millones de dólares en 2019) sigue intacto.
‘Sic transit gloria mundi’
En The Fate of Rome (2020), Kyle Harper describe el fin de Roma no solo como una cuestión de emperadores, legionarios y bárbaros, sino sobre todo de catástrofes naturales, enfermedades infecciosas, erupciones volcánicas e inestabilidad climática en un imperio que había extendido sus calzadas y rutas comerciales desde la muralla de Adriano hasta Mesopotamia, dejando abierta de par en par sus puertas a patógenos provenientes desde África central a la meseta tibetana, y que terminaron causándole más muertes que los ejércitos enemigos.
Harper, señala Ian Morris, es el “Gibbon del siglo XXI” al enseñar a nuestra era la vieja lección del declive y caída del imperio Romano: la humanidad puede manipular la naturaleza, pero nunca derrotarla. Una lección que resuena ahora en la colina del Capitolio de la nueva Roma.
Excelente. Hoy nada se puede resolver desde una postura unilateral, es ineludible la acción comunitaria; es necesario el esfuerzo conjunto. La pandemia del Covid- 19 nos ha mostrado que tan frágiles somos como personas, como individuos. Requerimos la acción como sociedad y, en el orden global necesitamos sumar esfuerzos, encabezados desde luego, por quienes tienen los recursos, la tecnología, los demás deben aportar